La leyenda del antimadridismo
Sabíamos lo que iba a ocurrir y cómo iba a ocurrir, a semejanza de un partido en diferido
El partido lo vimos en directo -hablo de la comuna antimadridista- pero sabíamos que al mismo tiempo se jugaba en diferido. Porque conocíamos el desenlace antes de que se produjera. Y no contábamos con una remontada tan elocuente, pero ya teníamos asumido que la expectativa de la ingenua machada iba a malograrse en los términos en que lo hizo: un penalti fantasma, fuera de tiempo y anotado por Cristiano Ronaldo como pretexto de su obscena exhibición abdominal.
Es posible que el gol termine incorporándose al hipertrófico palmarés del R.M. como trasunto de la enésima Copa de Europa, pero el énfasis del colegiado Oliver y el desmayo de Lucas Vázquez ya forman parte de la leyenda del antimadridismo. Constituyen un argumento perfecto porque concentran todas las desesperaciones y frustraciones. Empezando por la ridícula portada del Sport: "El robo del siglo". No fue el robo del siglo ni fue si quiera el robo del día, pero la iracundia del periódico catalán sobrentiende la inferioridad y el complejo del Barcelona respecto al Madrid no ya en la hegemonía continental, sino en el cinismo y autoridad con que los merengones manejan los minutos añadidos. El Madrid, como en Lisboa, jugó mejor los tres últimos que los 90 primeros. Y transformó el escenario depresivo de una crisis -la guillotina sobre Zidane, el silencio del público, el fracaso del proyecto...- en una ya tradicional y patrimonial catarsis de euforia compensatoeia.
Era demasiado evidente y hasta trivial que al Madrid pudiera sucederle el contratiempo que sacudió al Barcelona. Y estaba claro que la trama evolutiva hacia la repetición del mismo escenario -los goles parecía haberlos dosificado Hitchcock en un maléfico ejercicio de suspense- únicamente obedecía a la salida de una inversión argumental. Es una trama cruel y hasta despiadada. Porque alimenta en el antimadridismo una esperanza y una sugestión contrariadas por las inercias de la historia. El partido del miércoles lo hemos visto muchas veces. Más hundido parece el Madrid, más conspiran a su favor los espíritus, las abstracciones y el tiempo. El partido se dilató hasta el minuto 97. Y se hubiera dilatado hasta el fin de semana de haber sido necesario un happy end.
Estas percepciones y exageraciones no implican depauperar los méritos del Madrid. Todo lo contrario, representan la fortaleza que todavía no tiene el Barça, trascienden la caricatura del atraco y constituyen un manantial de aversión que los antimadridistas vivimos como estímulos de la propia fe. Por eso Cristiano es el jugador perfecto. Un futbolista extraordinario, descomunal. Y al mismo tiempo, procaz, maleducado y estomagante. Zidane pone las cosas difíciles al antimadridista porque es elegante, moderado, carismático. Y porque nos ha hecho muy felices con otras camisetas, la juventina entre ellas. Pero “Cris” y su grito de histérica vanidad aportan a la causa una perseverancia inquebrantable. Lo necesitamos como representación del mal.
Es más, el desenlace atroz del partido no cumplía nuestros deseos, pero sí nuestras certezas. E incorporaba la hermosa actitud del colegiado Oliver expulsando a Buffon, previniendo la trama de una sorpresa que no iba a tolerarse: Ronaldo toma carrera, dispara y su trallazo lo detiene la manopla del portero bianconero.
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