Propaganda, bengalas y centros a la olla
El PSG alejó el partido del balón para llevarlo al terreno de la agitación social, calentó las gradas con una hoguera pirotécnica y enfrió a sus propios jugadores
La constelación de bengalas que los ultras del Paris Saint Germain encendieron en el arranque de la segunda mitad, práctica prohibida por la UEFA, cargó de humo la curva norte del Parque de los Príncipes y provocó la interrupción del partido por parte del árbitro, Feliz Brych. Precisamente cuando el PSG parecía reaccionar después de 45 minutos de letargo, sus propios hinchas boicoteaban el impulso. Resultaron penosos los gestos del capitán Thiago Silva rogando a la hinchada que apagara el fuego para reanudar el partido. Síntesis del fracaso de la estrategia extravagante que siguió el club para lograr la remontada por la vía de la agitación social.
El guión del departamento de comunicación del PSG prescribió el empleo de la expresión Union Sacrée para significar la relevancia histórica de la vuelta de los octavos de final de la Champions. La Unión Sagrada fue el nombre que recibió el movimiento general de unidad de sindicalistas, católicos, progresistas, monárquicos y radicales, alentado por la propaganda nacionalista en la estela del estallido de la Primera Guerra Mundial.
Después de emprender la inversión en fichajes más colosal y subversiva de la historia del fútbol —más de 1.000 millones de euros en siete años— los propietarios cataríes del PSG obraron una contradicción. En lugar de concentrar la energía en alentar la máxima expresión de los futbolistas reunidos, consideraron que para remontar el 3-1 del Bernabéu lo mejor que podían hacer era una magnífica campaña propagandística. De repente, al aliento de los spin doctors de la sede de Boulogne, se extendió la oleada. Tertulianos, columnistas, periódicos y programas de radio y televisión, comenzaron a invocar l’Union Sacrée. Hasta el diario L’Equipe, una referencia del periodismo deportivo europeo, apeló a la consigna guerrera. Como si lo que se dilucidara fuera cosa de emergencia nacional.
Los jugadores del PSG saltaron al campo fríos. El calor estaba en las gradas. Como si la eliminatoria se disputase en un universo paralelo. Las maniobras de ataque discurrían sin freno hacia el bloqueo. Ejecutaban igual que autómatas incapaces de romper la secuencia mecánica. Puesto que Lucas, Kovacic, Casemiro y Asensio cerraban los carriles interiores, todo acababa en centros. Centro de Alves, centro de Di María, centro de Alves, centro de Di María... Mil millones de euros invertidos en siete años destilaron en la acción más arcaica y vulgar del fútbol. El viejo centro a la olla. A ninguna parte, en realidad, pues en la olla ganaban siembre los rivales. Por una cuestión numérica. Ramos y Varane son más que Cavani.
Kylian Mbappé, el jugador más desequilibrante del PSG, necesitaba pases interiores o incluso pases al pie. Pero solo recibió la pelota cuando hizo algún desmarque de apoyo. Perdido en el bosque blanco, el muchacho de 19 años vio la pelota volar sobre su cabeza más que rodar sobre el césped. El único gol del PSG, el 1-1, fue de rebote. Lo metió Cavani en la montonera, como no, a la salida de un centro que colgó Di María desde la izquierda.
La cohesión entre la institución y los ultras acompañó a la campaña de propaganda. Un hecho de proporciones inauditas en el fútbol europeo de primer nivel en este siglo. “Solo en Argentina se ve un fenómeno semejante”, ponderó un directivo español, perplejo ante la gestión que promovió la administración del PSG de sus hinchas más fanáticos. Se los vio alborotando en el hotel del Madrid y alternando con los jugadores en el vestuario y en el hotel de concentración del PSG, hasta que se les consintió romper las reglas de la organización con decenas de bengalas.
Los ultras del club parisino se encuentran catalogados entre los más peligrosos de Europa pero, de todos modos, ocuparon el primer plano hasta el final autodestructivo. Hasta la gran hoguera.
El apocalipsis según Al-Khelaïfi
El argumento que manejó Nasser Al-Khelaifi para convencer a Neymar Júnior de jugar contra el Madrid en el Parque de los Príncipes fue dramático. El presidente del PSG envió a sus emisarios a que le dijeran al brasileño que lo había fichado, fundamentalmente, para este partido. Algo así como el apocalipsis futbolístico se cernía sobre París. Tenía que inyectarse un analgésico, ajustarse una venda y ponerse las botas porque lo que estaba en juego era el proyecto en absoluto. No habría mañana. Si se perdían los octavos de la Champions no habría honor, ni orgullo, ni fortuna que salvar. Neymar no solo no jugó. Dicen en el club que ni por un instante se planteó poner en riesgo su pie dañado. Resta por conocer qué dirá ahora Al-Khelaïfi, cabeza visible de la empresa que puso a los pies de Neymar y que ahora se resquebraja.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.