Hola Quini, hola Gol
Con gente como él, el fútbol desmiente al fútbol, porque este ariete lo tenía todo sin tener a la vista casi nada que no fuera un corazón en los huesos de tanto que lo usaba
Sostiene Jorge Valdano, con el admirable verbo clínico que le distingue, que la intuición es la velocidad punta de la inteligencia. Al referirse al fútbol, es más que probable que el autor del aforismo se inspirara en Quini y otros como él, que no han sido muchos. No era el más alto, ni el más veloz, ni estaba forrado de músculo. Tampoco tenía especial destreza para el regate. Pero con gente como Quini el fútbol desmiente al fútbol, porque este ariete lo tenía todo sin tener a la vista casi nada que no fuera un corazón en los huesos de tanto que lo usaba.
Enrique Castro podía ganar una carrera sin ser el más jamaicano; podía vencer en un duelo aéreo sin ser una pértiga; y podía dejar en la cuneta a un rival sin pies de bailarín para el quiebro. ¿Por qué? Porque en el área rival este hombre bueno intimaba con el gol como casi nadie. Quizá porque era territorio tan familiar como enemigo. Su padre —exjugador del Vetusta ovetense, donde Quini nació y se crio hasta los cinco años— y dos hermanos —Jesús, seña del Sporting, y Falo, militante del filial— fueron porteros. Así que Quini conocía muy bien las entrañas de los verdugos del gol. En su caso, más bien víctimas del gol.
En las amazónicas áreas, en las que abundan los cocodrilos, Quini se sabía todos los atajos. Lo suyo eran goles de safari, ya fuera en el Sporting menor de Segunda, el cautivador subcampeón de Primera o aquel Barça victimista de consuelos coperos. A este optimista del gol —tanto le quería que no le desposó ni tras estar 25 días en un zulo de mierda— le llamaban el Brujo con motivos. Es falso que fuera un simple apodo. Era un hechicero auténtico. Para quien no se lo crea que repase la final de la Recopa de 1982, disputada en el Camp Nou entre el Barça y el Standard de Lieja.
Lo único que no se le podía pedir es que fuera indulgente con el gol, ni con el Sporting delante
Con 1-1, Quini marcó el tanto triunfal sin que nadie lo viera. Un gol a oscuras del realizador de televisión y gran parte de la hinchada presente. Mientras se perfilaba para lanzar una falta, con los belgas y sus propios compañeros de cháchara, el danés Allan Simonsen, otro delantero mentiroso, un goleador de bolsillo, advirtió el desmarque del lazarillo Quini. La tele apenas llegó a tiempo de pillar al asturiano con los brazos en alto. Enrique Castro, que sonaba demasiado solemne para quien era Quini, el de la pandilla del gol, despachó al Standard al escondite. El mejor de sus goles clandestinos, muchos imposibles de rastrear. Como aquel otro que le hizo a Miguel Ángel en la temporada 81-82. El portero del Madrid, un gato con guantes que cazaba de maravilla, rechazó el balón un palmo, medio palmo incluso. Demasiado para el meñique de Quini, que le arañó un gol en el que solo creyó Quini.
Como era un chacal del gol, por más que resultara tierno para quienes decretaban su prisión en las áreas, Quini también los hizo sonoros. Por ejemplo, el que le marcó al Rayo en 1979, una diana de trapecista. Háganse una idea: un Van Basten acunado en Avilés, donde pateó de mocoso en el barrio de Llaranes, construido para los trabajadores de Ensidesa. Pues bien, el chico salido del campo de La Carbonilla, de césped minero con un manto fino de carbón, armó un remate de volea en un vuelo acrobático interplanetario. Esta vez la tele sí le retrató, pero como entonces el fútbol no era tan satelitario la proeza se quedó para consumo doméstico. Hoy sería eso que incuban como viral, por mucho que Quini solo conociera una red, ante la que era tan puntual como un lord inglés con reloj suizo.
Hombre afable y generoso extraordinariamente por igual, lo único que no se le podía pedir a Quini es que fuera indulgente con el gol. ¡Cómo demonios iba a poner los cuernos a su hijo predilecto! Ni con el Sporting de sus amores por delante. El 18 de junio de 1981, justo al final de su primera temporada con el Barça, al bondadoso Quini le tocó dirimir entre la fidelidad parvularia y de por vida al Sporting, su paréntesis de lealtad profesional con los barcelonistas o su inequívoca nobleza con el gol, sin más. El asturiano, de alma sportinguista y zamarra azulgrana, se decantó por su incondicional amigo-gol, al que tanto mimó en El Molinón como en el Camp Nou.
En aquella final copera disputada en el Vicente Calderón, el Barça se impuso 3-1, con dos bingos de Quini, el que abrió el marcador y el que luego remontó el empate de su querido camarada Maceda. Testigo en las gradas, este periodista asistió al desencanto y algo más de la mareona gijonesa. Pero Quini era tan honesto y leal que no tuvo ni que pedir disculpas para ser entronizado para la eternidad en El Molinón que ya lleva su nombre. En Gijón hizo comprender siempre a todos que con Quini por delante con el gol no se juega. Aún meterá muchos con Manolo Preciado de marcador allá donde jueguen hoy. Entonces, el bueno de Manolín será otra vez un privilegiado testigo del reencuentro de dos amantes inseparables. “Hola Quini”, “hola Gol”.
* LOS MEJORES GOLES DE QUINI CON EL SPORTING Y EL BARCELONA.
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