Las alegrías robadas
He tenido que esperar a la mediana edad para ver a Perú de vuelta en un Mundial, pero mis pensamientos se dirigen con admiración y ternura a los que no se dejaron desalentar
Mi primer recuerdo de fútbol es ver a mucha gente triste. Era nuestro último partido en España 82. Tras un digno empate con Italia —y uno indigno con Camerún—, Polonia nos dio una paliza: 5 a 1. Todo el mundo —o sea, mi pobre y pequeño mundo— sufría, y yo aprendí que el fútbol es más o menos como la diarrea o el dentista: eventos que no te gustan pero ocurren en la vida.
Las cosas no mejoraron mucho los años siguientes. Me hice hincha del Alianza Lima, y tuvimos un gran equipo. Pero justo cuando estaba a punto de entender de qué se trataba el triunfo, el equipo entero murió en un trágico accidente aéreo. Si el Mundial de España había marcado el inicio de mi uso de razón, la catástrofe del Alianza abrió las puertas de mi pubertad. Y por cierto, ambas etapas de mi vida fueron un asco.
Sin embargo, sería egoísta limitar las desgracias futboleras peruanas a los momentos cruciales de mi existencia individual. Mi generación entera ha crecido sazonada por eliminaciones y decepciones. La vida nos robó las alegrías de la victoria. Hemos rezado el mantra "aún es matemáticamente posible" como si fuese el Padrenuestro. Hemos repetido la frase "jugamos como nunca y perdimos como siempre" más veces que la letra del himno nacional. Sí que hemos visto grandes partidos de nuestra selección, pero todos estaban en blanco y negro.
Tras toda una vida de desilusión, me volví cínico. Crecí en un país violento y pobre, en un colegio sin chicas, en una familia desestructurada. Tenía suficientes razones para ser infeliz. No necesitaba añadirles otra.
Durante tres décadas, he creído firmemente que una coraza de ironía es la única defensa posible ante el sufrimiento de la blanquirroja. Por eso mismo, me he convertido en el peor compañero posible para ver un partido de nuestra selección. Ese pesado que, cuando has estado a punto de saltar a celebrar, te dice: "¡Por favor! No hemos metido un gol en seis años, ¿y creías que íbamos a meterlo ahora?". Ese antipático que te hace ver con cara de sabelotodo: "No sé si lo has notado en medio de tu fiestita, pero lo único que hemos hecho es empatar". Sí. Ese ser humano repugnante he sido yo, tratando de poner el parche antes de que aparezca la herida de la derrota, hinchada por la pus de la melancolía.
He tenido que esperar a la mediana edad para ver a Perú de vuelta en un Mundial, y dados mis antecedentes, quiero considerarlo el presagio de una vejez alegre, o por lo menos, reposada. Pero mis pensamientos de hoy se dirigen con admiración y ternura a los que no se dejaron desalentar. Todos los amigos con gorritos blanquirrojos de cascabeles a los que he deprimido con mi compañía y mis comentarios sarcásticos (Perdón, chicos). Todos los que seguían pensando en el minuto 87 que aún podíamos hacer tres goles. Todas esas caritas pintadas que han seguido creyendo, año a año, miseria tras miseria, que esta vez sí lo conseguiríamos. Sin duda, ellos son los que más han disfrutado en estos días, porque nada te hace valorar la felicidad tanto como conocer el dolor.
También quiero darles las gracias. No solo por aguantarme sin romperme la cara (que ya tuvo su mérito), sino por regalarme una lección que sirve en todos los ámbitos de la vida. Ahora sé que el cinismo te blinda contra la decepción pero te castra la ilusión. Y eso no vale la pena.
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