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DAMAS Y CABELEIRAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Y de repente, Lopetegui

La euforia ha vuelto a La Roja. El nuevo seleccionador se ha ganado todo el crédito

Rafa Cabeleira
Lopetegui, en un entrenamiento.
Lopetegui, en un entrenamiento.Ballesteros (EFE)

Es difícil aplaudir lo que no se ve, lo que no se entiende, por eso a la mayoría de los aficionados nos gustan los futbolistas que saltan al campo con varios cuchillos entre los dientes y el pulsómetro echando humo, a punto de reventar. De manera instintiva, supongo, nos sentimos más seguros defendiendo castillos que atacando fortalezas y es por eso que el juego de posición siempre ha sido visto como una pequeña herejía, una anomalía psicodélica que socavaba cualquier principio fundamental de convivencia futbolística y ponía en riesgo nuestra condición de país modernísimo con cuarenta y tantos millones de entrenadores. De repente, los viejos axiomas del arrojo y el poderío físico dejaron de tener validez frente a un estilo que proponía técnica e inteligencia para ganar, una especie de nuevo comunismo que resucitó viejos demonios y nos puso en guardia frente a la revolución: “Se empieza por pasarse el balón los unos a los otros y se termina amenazando el capitalismo”, pensaron algunos.

El caso es que fue ese modo de jugar, tan holandés, el que terminó por auparnos al cielo y no por asalto, precisamente, sino por puro sentido común. Era tan evidente que la fórmula había funcionado -y tantas las alabanzas recibidas desde el exterior- que nostálgicos y aperturistas terminaron por firmar una tregua que duró lo que tardaron en llegar las derrotas: primero en Brasil y después en Francia. Entonces volvieron a alzar la voz quienes saborearon las mieles del éxito con cierto desagrado, como quien acude a la Boda Roja y no se encuentra cómodo porque lo han sentado entre desconocidos. La fiesta había terminado y se imponía un retroceso ordenado hacía las posiciones de partida: olvidar el virtuosismo de los xaviniestas y retomar la furia, especialmente ahora que los españoles somos un pueblo bien alimentado y por doquier florecen titanes de casi dos metros y espaldas como estanterías.

Tan seguro estaba el aficionado español de la caducidad del modelo chiquilín que las encuestas aclamaban a Joaquín Caparrós como el candidato ideal para suceder a Vicente del Bosque, especialmente espoleadas por una necesidad casi atávica de afilar el hierro y levantar murallas cuando las cartas vienen mal dadas. El futuro de la selección no podía depender de futbolistas como Isco o Thiago, se decía, intermitentes crónicos con excesivo interés por el lucimiento personal y escaso apego por lo colectivo. En este ambiente de exaltación rocosa llegó Julen Lopetegui a la selección, una decisión que se recibió como aconsejan los nuevos tiempos: a golpe de meme y profusión de vídeos con su famoso desmayo televisivo.

Ha pasado poco más de un año desde el anuncio y, miren por dónde, la euforia ha vuelto a instalarse en el entorno de la Roja. En apenas un puñado de partidos, Lopetegui se ha ganado todo el crédito que algunos -yo el primero- tratamos de negarle nada más aterrizar, convencidos de que su designación obedecía más al politiqueo habitual de la RFEF que a las necesidades reales de la selección. Nos equivocamos gravemente, es evidente, y volveremos a hacerlo si comenzamos a dudar de su labor en cuanto lleguen las primeras derrotas, lo más habitual en un juego donde solo puede ganar uno. Nuestra felicidad vuelve a girar en torno a la pelota y parece justo reconocer que ha sido Julen Lopetegui, aquel antiguo portero de corte mullet y gusto por la palomita, el encargado de devolverla al centro mismo de nuestro manoseado universo futbolístico.

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