Ovett contra Coe: Moscú 1980
Los Juegos de Rusia tuvieron dos héroes que salvaron una situación difícil
Los Juegos de Moscú, en 1980, tuvieron dos héroes que salvaron una situación difícil: Sebastian Coe y Steve Owett. Su doble duelo en pocos días cautivó al mundo.
La presencia de ambos en Moscú había sido un desafío a Margaret Thatcher. La durísima premier británica se manifestó muy favorable al boicot contra esos Juegos, dictado por Estados Unidos debido a la invasión de Afganistán por parte de la URSS. Vivíamos un momento agudo de la Guerra Fría, con el mundo dividido en dos, y 55 países siguieron la consigna norteamericana. Algo desolador para sus deportistas, que habían entrenado cuatro años con la vista puesta en esos Juegos. En muchos países, los atletas presionaron sin éxito. Carter llegó a amenazar con retirar el pasaporte a los atletas que acudieran a Moscú, aunque fuera a desfilar bajo bandera olímpica. Le secundaron 55 países. Sólo participaron 80.
Faltaron muchos países, pero no el Reino Unido gracias a Coe y Ovett, cuya popularidad ya era enorme. Ovett era hijo de los propietarios de un colmado en Brighton. Coe nació en lo mejor de Londres, hijo de familia acomodada (padre ingeniero, madre actriz). Era la contrafigura de Ovett. Este, un año mayor, era más alto, con aire duro, casi malencarado, y transmitía una sensación de gran fortaleza natural. Coe, más menudo, era suave en el rostro, en las maneras y en el correr.
Presionado por ellos y por el público en general, el Comité Olímpico del Reino Unido no tuvo más remedio que dejar libertad a los deportistas para decidir si se sumaban o no al boicot.
Para los Juegos fue la salvación.
Aquella rivalidad ya había fascinado a los aficionados de todo el mundo, no sólo del Reino Unido. Tan distintos… El rudo hijo de tenderos, hecho a sí mismo. El niño mimado de cuna rica, cuyo padre vio en él unas cualidades que cultivó con esmero y mano dura hasta hacer de él algo así como un atleta de diseño. Ovett era hosco con la prensa; Coe, atentísimo. Ovett solía correr los mítines con una camiseta roja con la hoz y el martillo, regalo del fondista soviético Vladimir Abramov. De Coe, por el contrario, se dijo que era “la Unión Jack con piernas”. Corrían de una manera diferente. Ovett, 1,83 y 70 kilos, parecía castigar el suelo. Coe, 1,77 y 54 kilos, flotaba con su zancada ágil. El caballo y la gacela.
Evitaban enfrentarse, sólo lo hacían si era inevitable en un campeonato, pero constantemente se les comparaba, se medían sus marcas y sus progresos en diversas pruebas y mítines a las que acudían por separado: Florencia, Coblenza, Oslo, Zúrich… Para Moscú 80, estaban en sus máximos. En 1979 Coe había batido en serie los récords del mundo de 800, 1.500 y la milla en sólo 41 días. Pero ya antes de los Juegos, Ovett recuperó el de 800 e igualó el de 1.500. Ovett tenía 24 años, Coe, 23.
Así, el 26 de julio de 1980 el mundo estaba atento al primer duelo olímpico entre ambos, en los 800 metros. Una distancia más favorable para Coe, que se presentaba en posesión del récord mundial, que para Ovett, más especialista del 1.500 y de la milla.
Pero Ovett jugueteó con Coe. Le dominó psicológicamente desde la salida: “Esta noche te llevo a dar una vuelta, muchacho”. Coe corrió inesperadamente mal, entró la curva final a diez metros de Ovett y no tuvo fuerzas para remontar. Entró segundo, pero aquella plata fue amarga para él. En la conferencia de prensa, su propio padre le ofendió: “Has corrido como un coño”. La prensa inglesa de crédito, que le tenía en palmitas, se volvió contra él. Le acusaron de cobarde, de no competir. Para su legión de admiradores, aquello fue una profunda decepción. Los tabloides se cebaron con él.
El segundo enfrentamiento fue el 1 de agosto, en la final de 1.500. Estaban llegando a su fin unos Juegos anodinos, sin más nombres relevantes que dos rusos: el gimnasta Diatin, con sus ocho medallas, y el nadador Salnikov, que bajó de los 15 minutos a en los 1.500 libre.
La cadena americana ABC se saltó el boicot y televisó la carrera en directo. Pocas pruebas de atletismo han tenido tanta expectación en la historia, si es que ha habido alguna. Era la distancia de Ovett, se esperaba que rematara a su rival. Pero… el alemán Juergen Straub marcó un ritmo bajo, lo que resultó ideal para Coe, que en la recta final hizo valer su sprint. Ovett, desconcertado, no llegó ni a alcanzar a Straub, se quedó en el bronce. El vuelco de los pronósticos dio mayor relevancia aún a aquella carrera, que literalmente salvó a los Juegos de Moscú de un fracaso y mantuvo al atletismo en la cumbre de la popularidad en unas fechas extremadamente difíciles. El gesto casi salvaje de Coe al ganar quedó como el icono de aquellos Juegos. Para él supuso una liberación.
Un asma crónica se cruzó en la carrera de Ovett. En Los Ángeles 84 penó para clasificarse para las finales. Los médicos le aconsejaron no disputarlas, consejo que desoyó. En la de 800 fue octavo, acabó exánime. La de 1.500 le sobrepasó, se derrumbó exhausto. Coe ganó ese día su segunda medalla de oro consecutiva.
Hoy, Ovett, que intentó sin éxito un asalto a la presidencia de la Federación de atletismo, es comentarista de televisión en Australia. Coe, por su parte, ha tenido una carrera brillante, protegido por Samaranch, que en aquellos Juegos tomó posesión de su cargo de presidente del COI y le estuvo siempre agradecido por acudir a Moscú. Para Coe, la elección fue mucho más difícil que para Ovett, que no dejaba de ser, al fin y al cabo, un rebelde, mientras Coe era un tory de los pies a la cabeza. Desplantar a Margaret Tatcher le tuvo que resultar difícil. Cuando Samaranch creó una comisión de deportistas en el COI, el primero al que llamó fue a Coe. Luego influyó para que le otorgaran el Premio Príncipe de Asturias. Fue jefe de la candidatura ganadora para los Juegos de Londres 2012 y hoy es presidente de la Federación Internacional de Atletismo.
“Ningún hecho ha influido tanto en mi vida como ganar aquella carrera en Moscú”, ha repetido más de una vez.
Aquella rivalidad, que duró seis años (1978-1984) mereció uno de los libros más brillantes del deporte, The perfect distance, escrito por el inglés Pat Butcher.
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