Único, irrepetible, invencible Dream Team
Magic convenció a Larry Bird para jugar en Barcelona, y con Jordan y el resto de estrellas apalizaron a cada rival
Solo hubo un original. Quédense con él.
Fue un equipo efímero e irrepetible, como un misterioso fenómeno de la naturaleza, originario de una coyuntura que permitió reunir en el lugar idóneo (Barcelona) y en el momento preciso (Juegos Olímpicos de 1992) a la mayor concentración de estrellas del baloncesto, justo cuando la NBA comenzaba a comportarse como una franquicia de dimensión global y el movimiento olímpico rompía su trasnochado, clasista e hipócrita concepto del ideal amateur, liderado por un dirigente visionario como fue Juan Antonio Samaranch. Claro está que el suceso que pudo precipitar este fenómeno fue igualmente extraordinario: la caída del muro de Berlín y el desplome de la URSS. No había mejor emblema para evidenciar el cambio de hora que ese equipo de estrellas bautizado Dream Team, que debutó hace hoy 25 años aplastando a Angola por 68 puntos (116-48).
Su gestación duró algo más de un año. Necesitó que la Federación Internacional de Baloncesto (FIBA) aprobara la entrada de profesionales en sus competiciones oficiales. Y, más tarde, que los dirigentes de la USA Basketball y luego de la NBA aceptaran, al principio con cierta desidia, darle una vuelta al asunto. La revista Sports Illustrated, en su edición del 18 de febrero de 1991, se hizo eco del proyecto y lanzó la idea de un Dream Team: algunas marcas comerciales no necesitaron más para visualizar su futuro impacto. No dejes pasar una buena idea sin hacer caja.
Había que confabular un equipo que no tuviera igual. No era difícil sobre el papel elegir a los indiscutibles, lo complicado era convencerles de que emplearan parte de su tiempo de vacaciones en un asunto que podía resultarles tan marginal y poco lucrativo como trabajar para conseguir una medalla de oro olímpica. Y entre quienes podían ofrecer más resistencia estaban tres de los que podrían considerarse intocables. Los dolores de espalda habían doblegado el entusiasmo de Larry Bird, el gran hombre blanco, el alero de los gloriosos Celtics que parecía extraído de una granja del medio oeste y sin embargo era algo más que un francotirador: dominaba el escenario con su visión del juego. En la costa oeste, el sida había acabado con la carrera del negro de la eterna sonrisa, Magic Johnson, el hombre que asombraba con sus asistencias mientras bailaba sobre la cancha. Ambos habían sido los duelistas de los 80, los protagonistas de esa saga inacabable de los Celtics-Lakers. Pero en aquellas fechas, no eran más que dos viejas glorias que preparaban su jubilación.
Y estaba Michael Jordan, el heredero, el llamado a reinar en los 90. Jordan tenía poco tiempo libre, quería dedicarlo al golf y además tenía una medalla de oro en su salón, la cosechada en los Juegos de Los Ángeles (1984). Motivación cero: su voraz apetito estaba satisfecho.
Fue entonces cuando Magic llamó al dolorido Bird. “Llamé a su culo blanco”, confesaría tiempo después, “y le dije: ‘Vamos a jugar, necesitamos esta emoción una vez más”. Nadie podría negarle a ellos, aunque fuera por puro agradecimiento, acompañarles en la aventura. La selección se fue negociando: no era asunto de poner nombres en una lista. Barkley, Pippen, Ewing, Robinson, Mullin, Malone, Stockton, Drexler. Quedó fuera Isiah Thomas, porque nadie le quería a su lado. La selección admitió un becario, el joven universitario Laettner, una mínima concesión a lo que en otros tiempos eran los equipos olímpicos de Estados Unidos. Sería cierto o no, pero sostienen diversas fuentes que Laettner le quitó el sitio a otro joven, un tal Shaquille O’Neal, simplemente por aumentar la escasa nómina de jugadores blancos. Visto en perspectiva, el peor argumento de aquella decisión cobra cuerpo.
Llegaron a Barcelona como un elenco de estrellas, acompañados de sus familias, como quien va de vacaciones o hace una gira promocional. Rompieron con la costumbre olímpica y se alojaron en un hotel de lujo, colapsaron las conferencias de prensa. El gordo Barkley resultó ser la atracción de Las Ramblas, donde paseaba cada mañana como un turista cualquiera: vino sin acompañamiento, producto de su enésima crisis conyugal.
Sobre la cancha fueron invencibles. Nunca un equipo demostró tal grado de superioridad sobre el resto en una competición del máximo nivel. Difícilmente, sus estadísticas serán algún día igualadas: superaron los 100 tantos en cada partido (117,3 de promedio), ganaron todos los encuentros por un amplio margen (43,8 puntos de diferencia promedio, 32 puntos de ventaja en la final ante Croacia). Fue el base John Stockton quien mejor supo definir el carácter del equipo: “Hemos venido a hacer un trabajo, no a hacer amigos: el espíritu olímpico es darle una paliza a nuestros rivales, no a convivir con ellos”.
Chuck Daly fue el elegido como entrenador de este equipo, mejor dicho, el gestor de los egos de ese plantel. Un hombre de carácter, respetado en la NBA por convertir a los Pistons en un equipo ganador. Minutos antes de acabar la final, se levantó de su asiento y se dedicó a felicitar uno a uno a los componentes del banquillo. Había hecho un trabajo limpio: no solicitó un tiempo muerto en ningún partido.
Recién terminada la final, el Dream Team se permitió su propia liturgia. Sobre la cancha, los jugadores se reunieron en círculo. Hablaron entre sí. Fue un acto privado. No hay constancia escrita de lo que se dijeron. Poco después, tomaron sus medallas de oro y escucharon con respeto el himno. Les esperaba el avión de vuelta esa misma noche. Habían empleado 45 días de sus vacaciones en darle una paliza al resto del mundo. No habrá otro Dream Team. Quédense con el original.
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