El Giro se decide el domingo en 30 kilómetros contrarreloj
Nairo llega líder al último día, pero con una escasa diferencia sobre Nibali, Pinot, y Dumoulin, máximo favorito para la victoria final
En el hotel de Bassano del Grappa donde se alojaba Nairo Quintana antes de ganar el Giro de 2014 tenían una grappa extraordinaria, con sabor a regaliz y a barrica de roble. Magnífica. Tan buena que un cliente allí alojado pidió por la mañana si le podían vender una botella. Le dijeron que lo sentían. Que esa grappa que tanto le había gustado la hacían solo para ello, que no estaba a la venta, que su crianza era un secreto. Tan secreto como las motivaciones del pelotón, tan inescrutable como el rostro de Nairo o los movimientos del tártaro Ilnur Zakarin, la pólvora del día. Tan complicado de comprender como los movimientos de los corredores, los cuatro, que pueden ganar el Giro o como la interpretación de los laberintos militares de la subida al altiplano de Asiago, las curvas de herradura en las que unos cuantos, los llamados escaladores, intentaron el imposible, y donde Tom Dumoulin y sus amigos, los grandotes, los llamados rodadores, resistieron tras una pelea sin fin ni ganadores. Los que llegaron delante pensaron que habían perdido, los que llegaron detrás suspiraron por creer que no lo habían perdido todo.
Ganó la etapa Thibaut Pinoit, el francés que más lo deseaba, y con él entraron Pozzovivo, Nibali, Zakarin y Nairo. Dumoulin llegó a solo 15s. Baja al cuarto puesto de la general, pero partirá el domingo a solo 53s de Nairo en la general; segundo, a 39s, llega Nibali; tercero, a 43s, Pinot. Ante ellos, para decidir la carrera más igualada que se recuerda, una contrarreloj planísima, 30 kilómetros entre el circuito de Monza y Milán. El favorito es el holandés que tanto ha sufrido de rosa y que tan complicadamente ha corrido. En la anterior contrarreloj, 40 kilómetros en el Sagrantino, Dumoulin, magnífico rodador, aventajó en 2m 7s a Nibali, en 2m 42s a Pinot y en 2m 53s a Nairo. El domingo, Dumoulin partirá a las 16.47, tres minutos después (16.50) lo hará Pinot. Nibali saldrá a las 16.53 y Nairo, el último, a las 16,56.
El penúltimo día de un Giro destroyer (o matador), transcurridos más de 3.500 kilómetros y atravesados Apeninos, Alpes, Dolomitas y las montañas del Friuli y del Véneto, tan altas, el holandés se encuentra como hace 15 días, tan feliz como después de perder en el Blockhaus menos de lo que nadie esperaba ante Nairo desencadenado. Al día siguiente, le destrozó en la contrarreloj. El resto del Giro, la montaña exagerada, y el calor (ni una gota de lluvia en mayo en Italia, de sur a norte, ni un brote de brisa fresca) han sido como un secante, que han evaporado tanto las diferencias entre los mejores como sus fuerzas, que apenas existen. El camino ha servido también para empezar a desconocer más aún a Dumoulin, seguro como pretendiente y extraviado como líder, a quien se ha comparado, dependiendo de su exhibición del día, o bien con Miguel Indurain todopoderoso en su grandeza o bien con Erik Breukink, el holandés que personifica como nadie al ciclismo de su país, tanto talento como fragilidad que explica por qué ningún holandés ha ganado aún el Giro. Y solo dos, Jan Janssen y Joop Zoetemelk, que más que como holandeses corrían como franceses y con franceses, han ganado grandes, ambos se han impuesto en Vuelta y Tour. La última victoria es casi prehistórica, el Tour de Zoetemelk en 1980, a los 33 años.
Las carreteras que ascienden al monte Grappa, donde el sábado tan caluroso como un día de Tour en julio, y con la misma luz oscura del sol, las construyeron los ejércitos que masacraron a miles de jóvenes en la Primera Guerra Mundial. El Giro subió por el frente austrohúngaro, un camino de mulas mal trazado, y descendió por donde un general italiano empleó a 30.000 soldados para construir una calzada espectacular, con curvas de herradura de amplio radio para que los carros que transportaban los cañones no tuvieran que maniobrar. En la cumbre quedaron después de la guerra más de 25.000 cadáveres, la mitad de ellos soldados desconocidos, de ambos ejércitos, que antes de las batallas se encomendaban a la misma virgen, la Madonnina del Grappa. “Si Nairo fuera el de hace tres años, el que ganó el Giro, hoy les habría sacado cinco minutos a todos”, dice José Luis Arrieta, director del Movistar. “Pero este año piensa también en el Tour y por eso no ha llegado a tope”. Y el Nairo que no llegó a tope pero viste de rosa se juntó en la última ascensión por Foza a Asiago, tras descender de su Grappa, con Nibali, Zakarin, Pozzovivo y el tardío Pinot, que están como él más o menos. Con los cuatro formó un frente ruso-mediterráneo que manejó con autoridad, con el mismo aplomo con que a los 12 años decía a su padre, Luis, cómo tenía que organizar su puesto de verduras y frutas en el mercado de Arcabuco, o a su hermano mayor, Wilington, cómo manejar el taxi por las noches para ampliar el beneficio. Y nadie le tosió. Todos los rivales se encomendaron a la misma virgen en busca de su podio, de su victoria de etapa, del sueño de la maglia rosa. Por detrás, el extraviado Dumoulin, se encontró a otros como él, grandotes centroeuropeos como Bob Jungels o Bauke Mollema o animosos anglosajones como Adam Yates, gentes sin objetivos definidos o tan secretos como los laberintos etruscos o como la crianza de la grappa al regaliz, que se unieron a él en una persecución que cobró carácter casi de lucha cultural contra el frente mediterráneo y sus vírgenes (Zakarin es tártaro y musulmán, pero vive en Chipre: el Mediterráneo le brilla en los ojos) para llegar cerca y poder gritar: no hay vencedores ni vencidos.
Cuando hacía rodillo después de la etapa, la máscara de Nairo dejaba escapar una mirada de tristeza y cansancio. Enfrente, Dumoulin sonreía.
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