Violencia de padres en el fútbol base: la casa por el tejado
Parece que la Comisión Antiviolencia de la Federación de Fútbol de las Islas Baleares ha decidido, por fin, enviar a la Fiscalía las imágenes de la pelea entre padres de jugadores infantiles en Alaró y se dispone a presentar denuncias por vía penal: sin duda una buena noticia dentro de una triste realidad. Y es que, no nos engañemos, la violencia campa a sus anchas en el fútbol desde hace tanto tiempo que no somos pocos los que nos hemos acostumbrado a ejercerla o justificarla como parte esencial del bendito folclore, lo mismo en las grandes catedrales de la Primera División que en un pequeño patio de colegio con siete esquinas y dos porterías.
Hoy todo es indignación y condena por lo sucedido en Alaró pero mañana será otro día, no conviene precipitarse. Cada semana nos removemos incómodos ante escenas similares pero no parece que la cosa vaya a cambiar porque, esta vez sí, los diferentes estamentos sociales hayan puesto el grito en el cielo ante lo sucedido. Por alguna razón que se me escapa, las imágenes de la barbarie en Alaró han tenido mayor repercusión que las grabadas durante un partido de querubines en Valencia, la semana pasada. Casi nadie recuerda ya lo sucedido en Gran Canaria, a mediados de enero, durante un partido de juveniles entre la UD Telde y la UD Guía. Ni rastro, por supuesto, de la lamentable suspensión del Atlétic de Masnou y el Lloretenc porque un equipo de veteranos de la zona se creyó con más derecho a utilizar el campo municipal que un grupo de chicas y decidieron desalojarlas por las bravas. Todo pasa, nada cambia.
El próximo sábado, en cualquier campo de nuestra geografía, un muchacho que estudia y aprovecha para ganarse unas perras arbitrando partidos de regional volverá a sentir miedo ante el acoso y los insultos de cualquier desaprensivo. El padre de Manolito, Kevin o Julián seguirá hostigando al entrenador de barrio incapaz de ver, maldito sea, que su hijo es el mayor talento futbolístico parido desde que Doña Celia dio a luz al pequeño Leonel. El socio de tribuna seguirá sonriendo satisfecho cuando los chavales del fondo griten aquello de “fulanito maricón” y el presidente de turno volverá a defenderlos diciendo que son gente sana, los más fieles seguidores del equipo, aunque alguna vez se les pueda ir un poco la mano y, vaya por dios, un hincha rival termine muerto en una acera o en un río.
“La alternativa va siendo cada vez más clara: o nos comportamos como animales inteligentes y racionales, respetando y acelerando nuestro proceso de humanización, o la calidad de la vida humana se deteriora”, decía el papá de Héctor Abad Faciolince. En su caso solicitaba el saneamiento de las aguas en los barrios más deteriorados de Medellín pero perfectamente se podría aplicar su sentencia a la realidad de nuestro fútbol, igual de podrido desde la base que aquellas charcas en las que chapoteaban los niños en el viejo barrio de Envigado. En cuanto se nos pase la picazón por lo visto en el dichoso vídeo, volveremos a felicitarnos por tener tres equipos entre los ocho mejores de la Liga de Campeones y presumiremos, cómo no, de la buena salud de nuestro fútbol: siempre fuimos país de admirar las casas levantadas por el tejado.
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