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Damas y cabeleiras
Columna
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Jugar a nada

Se presentó el Barça en el primer duelo de los octavos de final creyéndose el Madrid y el resultado no pudo ser más previsible

Rafa Cabeleira
Lionel Messi, durante el partido de este martes contra el PSG en París.
Lionel Messi, durante el partido de este martes contra el PSG en París.Francois Mori (AP)

Se presentó el Barça en el primer duelo de los octavos de final creyéndose el Madrid y el resultado no pudo ser más previsible: la catástrofe. Sin jugar a nada, algo contracultural e históricamente poco recomendable para sus intereses, se desmembró el equipo de Luis Enrique ante los focos del Parque de los Príncipes y frente a un rival que se disfrazó de Barça antiguo, de aquel equipo famélico y gobernante que apenas dejaba otra opción a los contrarios que firmar su rendición sin condiciones. En esta ocasión, el encargado de presentar el documento fue Marco Verratti, cacique indiscutible de un partido forjado a su imagen y semejanza, mientras los azulgrana se pasaban la pluma para firmar la capitulación sin reparar en la letra pequeña, esa que advierte de que al partido de ida lo sigue otro de vuelta. En París, la ciudad en que Lubisch ambientó su inolvidable Ninotchka, las sirenas volvieron a parecer alarmas, no morenas, y el Barça regresó a casa con la sensación de que le habían robado el alma, el estilo y, por qué no, también la cartera.

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Hace poco más de diez años, con la euforia rezumando y la piel reluciente tras un baño de gloria en Saint-Denis, miles de aficionados culés juraron amor eterno a una cultura futbolística y un estilo de juego que acababa de encumbrarlos como campeones de Europa, curiosamente bajo el mismo cielo que este martes les recordó el escaso valor de sus promesas. De aquel espíritu mediocampista que derrotó al Arsenal en 2006 quedan apenas los rescoldos, un recuerdo vago y el mismo perfume diluido de las viejas cartas de amor que se pudren en las profundidades de cualquier cajón, olvidadas bajo una avalancha de calcetines. Las buenas intenciones de vivir eternamente al amparo de un balón, la convicción inquebrantable de que el talento se forma, no se compra, se han ido alejando de las prioridades del club y sus aficionados al tiempo que se adoptaban nuevos mantras, palabras vacías que hoy desvelan su nulo significado a la sombra de tan estrepitosa derrota.

En el empeño de imitar al eterno rival, en la angustiosa paranoia de no saber disfrutar de lo propio y pretender las glorias de otro, el Barça lleva demasiado tiempo apartándose del camino que lo llevó a conquistar París, Roma, Londres... La dictadura de los xaviniestas ha sido substituida por la anarquía e indolencia de los cromos robados. El legado de Cruyff se diluye y el recuerdo de Rijkaard y Guardiola se intenta disimular a brochazos. El club se empeña en demostrar que es capaz de sobrevivir en el desierto con apenas el escudo y la chequera, sin brújula ni cantimplora, algo que tan solo está al alcance del Real Madrid. Y es que, como dice mi querido Javi Martín, alma blanca y preclara como pocas, “el error del Barça fue pensar que no jugar a nada era sencillo pero el Madrid lleva muchos años perfeccionándolo”.

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