Una mañana cualquiera
El duro momento del ciclista Iván Gutiérrez
“Hay días buenos, días regulares y otros que son, más bien, oscuros”, así comienza a relatar Iván Gutiérrez su calvario particular en una entrevista de radio concedida esta misma semana. Se expresa de un modo tan pausado que hiela la sangre escucharlo, acostumbrados como nos tenía a la velocidad de crucero y el máximo esfuerzo, contrarrelojista excepcional y aventurero de la ruta. Confiesa que en los últimos tres años y medio ha intentado hacerse daño en varias ocasiones y acumula ingresos en urgencias con la misma facilidad con la que antes cosechaba triunfos y se subía a los podios. Aquella constante de su vida deportiva, aquella lucha desesperada contra el tiempo por robarle un puñado de segundos, se ha transformado en una espera premiosa donde las horas caen despacio, una batalla diaria contra un calendario que no parece avanzar tan deprisa como las sombras.
Sin maillot ni casco, vestido de calle como una persona normal y corriente, Iván se ha encontrado sin esperarlo frente al mayor reto de su vida, él que corrió diez veces el Tour de Francia y ganó carreras en medio mundo. En esta particular escapada se le ha colado una enfermedad pegajosa que chupa rueda y no da relevos, una compañera de viaje que te absorbe la energía y parece siempre dispuesta a pegarte un hachazo definitivo. Desearía, asegura, el peor de los dolores físicos (“muchas veces preferiría haberme estrellado contra una pared, bajando un puerto, y romperme treinta huesos”) a esta afección silenciosa y siniestra que ni siquiera le permite comprender qué está pasando, devoradora insaciable de motivaciones y esperanzas, reina de la confusión propia y ajena.
A los aficionados, a quienes nos sentamos frente al televisor para disfrutar con las gestas de nuestros deportistas favoritos, nos parece imposible creer que a estos titanes los pueda tumbar una enfermedad que asociamos a vidas corrientes, a existencias sin grandes alicientes y problemas de todo tipo. Nos parece normal que la depresión trunque la vida de nuestro primo, al que ha dejado su novia, o la de aquel vecino que ha perdido el trabajo, el piso y la dignidad. Comprendemos que el camarero que nos servía las copas y escuchaba nuestras mierdas hasta la madrugada se quede en la cama durante semanas y un día decida quitarse de en medio, sin más, pero no estamos preparados para concebir que sea el muchacho sonriente al que besan las azafatas y por el que se pelean los mejores equipos del pelotón el que, una mañana cualquiera, se levante vacío y sin ganas de vivir.
Ahora, tras varios años de negrura y desespero, Iván parece haber encontrado un aliciente efectivo para seguir adelante: su querido Racing de Santander. “Cada día piso el vestuario, piso el césped, estoy con los chicos… Es una medicina que me está empezando a curar”. Sabe que le queda una larga lucha por delante, es consciente de que la amenaza de recaída no se esfuma por una buena racha, por unos cuantos días soleados que aparten la mala sombra de su cabeza. Él, mejor que nadie, sabe que tan solo es un hombre, otro de tantos tipos sencillos a los que, con demasiada frecuencia, solemos cometer el error de confundir con estúpidas máquinas.
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