Barcelonismo
No solo importa ganar, nunca importó
Como el Barça ganaba tan poco y se respiraba cierta esperanza en que la democracia no duraría, lo cierto es que tardé muchos años en reconocer a todos los vecinos del pueblo con simpatías hacia el mismo club al que yo juraba lealtad en la clandestinidad de mi habitación, agarrado a un pingüino de peluche al que llamaba Migueli y que ejercía como faro, confidente y único testigo de mi atrevimiento. Fueron días de pequeñas alegrías y enormes disgustos que, por esas cosas del amor infantil, me dejaban sin cenar más veces de las que recomendaría cualquier pediatra y terminaron por convertirme en la clase de nieto que las abuelas repudian en público, sin necesidad de dar explicaciones: flaco, desgarbado y con unas ojeras que comenzaron a granjearme fama de drogadicto al poco de que se me cayeran los dientes de leche.
Declararse culé en aquellos tiempos no estaba bien visto en Campelo y todavía recuerdo el día en que mi abuelo echó del bar a su propio cuñado, el tío José, por cantar un gol de Calderé con demasiado entusiasmo. Al día siguiente, en misa de ocho, el padre Loureiro alabó públicamente su rectitud y tachó al tío José de comunista y agitador, con lo que a mí se me quitaron las ganas de publicitar mis verdaderos sentimientos hasta después de recibir la sagrada comunión, por si acaso. Tampoco es que la espera restara dramatismo al momento de la confesión y el día que me declaré culé a mi primo Marcos, en la intimidad de un recreo, me rompió un diente de una patada y no volvió a dirigirme la palabra hasta que decidió casarse y apareció por casa repartiendo invitaciones, muchos años después.
Con el asentamiento de las libertades individuales y la llegada de Cruyff descubrí que había más culés entre mis vecinos de los que jamás había imaginado, casi una docena, y con el paso del tiempo parece haberse invertido aquella tendencia asfixiante y uniformadora, especialmente entre las nuevas generaciones que ya se pasean por las calles enfundados en zamarras con los colores del club sin temor alguno a represalias, ni siquiera al qué dirán. Sin embargo, y aunque resulte duro decirlo, el de hoy se me antoja un barcelonismo obsceno e inmaduro que se asemeja demasiado al madridismo interesado que algunos rechazamos durante la infancia por una simple cuestión de principios: no solo importa ganar, nunca importó.
El pasado martes, en un acto de traición innegable y por una cuestión de afectos enfrentados que me llevaría meses explicar, decidí ponerme del lado del Manchester City y celebré los goles de los ingleses como si mi familia fuese la propietaria de La Hacienda y no del Otilio. El gesto me costó el desprecio de los habituales compañeros de barra y partido, que al desplegarse el cartelón con los minutos de descuento, empezaron a desfilar malhumorados y sin despedirse, confirmando así mi sospecha sobre la ligereza de sus sentimientos más allá del éxito. Y es que mientras todos arrojaban la toalla, yo me comía las uñas convencido de que el Barça remontaría: si eso no es barcelonismo, yo ya no sé.
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