Wembley 1966, el triunfo más eterno de Inglaterra
El histórico duelo entre ingleses y alemanes en la final del Mundial que organizaron los primeros cumple 50 años entre el recuerdo de un partido inolvidable y polémico
Todas las pinceladas que convierten el fútbol en un lienzo bien acabado se citaron en el estadio más emblemático, en la patria que vio nacer al deporte más seguido del planeta. Hubo juego, pasión, dramatismo y polémica, rivalidad y pasadas facturas que no tenían que ver todas con la pelota, señorío en el triunfo y en la derrota. No fue el mejor partido de la historia, pero sí un partido que hizo historia, la final de la Copa del Mundo de 1966 en Wembley. Todavía no se había acuñado la sentencia de que el fútbol es un deporte al que juegan 22 tipos y siempre ganan los alemanes. Venció Inglaterra. Este 30 de julio, también un sábado como entonces, se cumplen 50 años de su gran triunfo, por ahora el único.
El partido llegó condicionado por el pasado y acabó con un poso que marcó el futuro. No era solo que 19 años después del final de la Segunda Guerra Mundial bastantes heridas o prejuicios siguiesen latentes sino que seis años antes los ingleses también habían superado (34-27) a los germanos en la votación que designó quien iba a organizar aquel torneo. Aquel resultado se exhibió seis años después en el marcador del estadio en los momentos previos a la final. No había piedad, una inmensa mayoría de aficionados locales pobló las gradas, pero tampoco hubo altercados con los numerosos alemanes que se decidieron viajar a Londres. En las vísperas del fútbol moderno, aquel rudo deporte se guardaba en las Islas bajo códigos que además designaban su pertenencia a la clase trabajadora, lejos todavía del devastador hooliganismo que estaba por llegar.
Otro sugerente contexto lo envolvía todo. La capital británica, y por extensión Wembley, albergaban un entorno festivo. “Swinging London”, había calificado aquel ambiente la revista Time en un emblemático artículo que aquella primavera del 66 había retratado lo que allí estaba pasando, la efervescencia en la moda, la música, la fotografía o el arte, la irrupción de los mods, la corriente de optimismo que convertía a Londres en el mejor sitio para ser joven (el 40% de su población era menor de 25 años) y beberse la vida. El fútbol llegó puntual a aquella cita con un Mundial que se tildó de violento (Pelé y la doble campeona canarinha se fueron para casa tras sacarles a patadas; Argentina acabó el torneo escoltada en Wembley y entre reproches), pero que mostró talentos inmensos como el de Eusebio o apariciones como la de los coreanos del norte, un crisol al que se apuntaron los anfitriones con un equipo más maduro de lo que muchos aguardaban.
Inglaterra creció en el torneo desde la solidez. Firmó una primera fase sin encajar gol y tras superar a los argentinos en el partido más áspero que se recuerda en un Mundial se plantaron en la semifinal sin que Gordon Banks hubiese acudido a la red. En el camino habían retocado su once con las aportaciones de dos jóvenes como Alan Ball y Geoff Hurst y se presentaron en el tramo decisivo con cinco futbolistas que habían debutado con la selección en los últimos 16 meses. “Tuvimos la maravillosa sensación de formar parte del equipo de la gente de la calle. Hubo una conexión especial. Éramos felices”, resumió tiempo después Ball, un centrocampista de ida y vuelta al que varios equipos habían descartado cuando era adolescente por su escasa estatura. Entonces juró a su padre que sería internacional con Inglaterra antes de cumplir con 20 años. Tenía 19 y 360 días cuando se puso por primera vez la camiseta con los tres leones en el pecho. Esa determinación vistió a un equipo inolvidable.
¿Qué fue de los campeones?
La vida no fue muy amable con bastantes de los protagonistas ingleses de aquella final. Bobby Moore, el primero en alzar la copa como capitán, había superado años antes un cáncer testicular y falleció en 1993 por otro de hígado e intestino. Nunca tuvo el reconocimiento en vida que mereció por su clase. Fracasó en varios negocios, no tuvo oportunidades para ser técnico o convertirse en dirigente, ninguneado por su West Ham durante años. Bobby Charlton, que mantiene una distante relación con su hermano Jack, también campeón en 1966, llevaba también una errática carrera tras colgar las botas, con unas malas experiencias como técnico en el Preston y el Wigan, pero encontró su espacio en la representación institucional del Manchester United. En 1994 fue nombrado Sir, distinción que solo obtuvieron en aquel grupo el técnico Ramsey, fallecido en 1999, y el goleador Hurst, que acabó vendiendo seguros.
El meta Gordon Banks tuvo que retirarse del fútbol en 1972 tras perder la visión de un ojo tras un accidente de carretera. Ray Wilson, uno de los zagueros, vivió de su trabajo en una funeraria y ahora sufre Alzheimer, como sus compañeros Stiles o Peters. Alan Ball murió en 2007 de un ataque al corazón y el lateral George Cohen vio como su mujer, su padre y su hermano perdieron la vida de forma violenta. El delantero Roger Hunt vive lejos del fútbol tras retirarse en 1972. Todavía le preguntan por qué no se lanzó a empujar aquel balón que dio en el larguero y botó sobre la línea. Hubiese muerto entonces toda la polémica. “Lo vi dentro”, replica antes de concluir: “Mejor así”.
Aquella selección era una fábrica de sueños liderada por dos gentleman. Bobby Charlton la armaba en la medular y Bobby Moore desde la defensa. El primero, que a final de año se alzó con el Balón de Oro, pasó de puntillas por la final porque Helmut Schön, el seleccionador alemán, encomendó a Beckenbauer un marcaje individual. “Era mi mejor hombre contra el mejor suyo, pero Franz era tan bueno que esperaba que además pudiese atacar cuando tuviésemos la pelota”, explicó al recordar aquella decisión. Al final se anularon entre ambos. Emergió entonces la figura de Moore, que completó 64 de 69 pases y recuperó 17 balones. Una estatua le recuerda a día de hoy ante Wembley con una leyenda que le define: “Inmaculado futbolista, imperial defensa, inmortal héroe de 1966… siempre un caballero”. Zaguero en el West Ham jamás subió de un sexto puesto final en la liga y acabó sus días a los 51 años sin obtener ni el trabajo ni el reconocimiento que merecía. “Sin él no hubiésemos ganado”, zanjó Alf Ramsey, el técnico que había tejido un equipo casi contracultural en el fútbol inglés porque no alineaba extremos.
Moore tejió una conexión especial con dos compañeros en el West Ham que no habían comenzado el campeonato como titulares. Ambos firmaron los goles ingleses en la final. Eran Martin Peters, un fino interior con llegada al que apodaban el fantasma por su movilidad, y Geoff Hurst, un goleador que no había jugado con la selección hasta febrero de aquel año y se convirtió en un inesperado héroe. “Marqué 250 en 500 partidos con el West Ham, pero todos me recuerdan por aquel partido”, apunta. Parece lógico. Nadie ni antes ni después ha marcado tres tantos en una final de la Copa del Mundo. El primero igualó una diana inicial de Haller. Apenas seis minutos estuvieron en desventaja los ingleses y Peters les puso por delante a doce minutos de acabar el partido. Empató Weber en un barullo casi sobre el pitido final y abocó el partido a una prórroga, una suerte de desempate jamás testado a esos niveles. “Habéis ganado la final una vez, ahora tenéis que salir ahí y volver a ganarla”, arengó Ramsey a sus chicos antes de los últimos treinta minutos. No se contemplada una decisión por penaltis. Si la igualdad hubiese persistido estaba programado un partido de desempate 72 horas después, pero lo impidió Hurst en dos discutidas acciones porque el 3-2 se validó sin que el balón entrase en la meta de Tilkowski y la sentencia final lo hizo con tres espectadores invadiendo el terreno de juego. “Perdimos 2-2”, tituló el diario germano Bild al día siguiente. El partido había sido frenético, con 77 disparos a gol, 53 de ellos desde fuera del área.
Pocas dudas pueden albergarse sobre aquel gol fantasma que encarriló el triunfo inglés por más que pasados los años Hurst siga aferrándose a que nada está claro. Un sesudo estudio de científicos de la universidad de Oxford mostró treinta años después que el balón se quedó a seis centímetros de sobrepasar por completo la línea de gol. A la vista de las imágenes parece una interpretación generosa. El árbitro suizo Dienst mandó en principio que el juego continuase, pero las protestas de los jugadores ingleses le llevaron hacia su auxiliar el soviético Tofiq Bakhramov. Se acusó a los germanos de cándidos porque no pusieron la pelota en el piso y siguieron con el juego. Acudieron todos al corrillo, y el bigotudo y superado linier, que solo hablaba ruso y turco, señaló el centro del campo. Beckenbauer, Overath y Weber, tres de los más jóvenes alemanes, se abalanzaron sobre él. Uwe Seller el capitán les reconvino: “Dejad de protestar, ya han tomado una decisión”. El señorío no oculta, incluso en la actualidad, el disgusto. “Fue el peor momento de mi vida. No sabíamos muy bien lo que estaba pasando y porque concedía el gol, pero el deporte es así, los errores son parte del fútbol y creo que lo hemos digerido bien”, explica ahora Seeler.
Bakhramov devino en mito y más tras su fallecimiento en 1993. Un anuncio de una popular chocolatina recreó años después una desternillante versión de lo sucedido y a día de hoy es el único árbitro del mundo que tiene un estadio a su nombre y una estatua que recrea el momento en el que concede el gol fantasma de Wembley. Todo en su Bakú natal, la capital del actual estado de Azerbaiyán. Futbolistas de ambas selecciones acudieron cuando se le hizo ese reconocimiento años después de su muerte. Entonces Bahram, hijo del trencilla, explicó lo que allí sucedía. “Todo el mundo en mi país cree que la pelota cruzó la línea”. Lo corroboró Elkhan Mammadov, un federativo azerí: “Tofiq era un valiente que tomó una decisión difícil. Fue gol”. Tilkowski estaba aquel día en Bakú y no pudo contenerse: “Seamos claros. El balón no entró”. Sus generosos anfitriones le miraron con una amable sonrisa y prosiguió el homenaje.
Quizás allí y entonces fuera lo de menos, pero en Wembley y en 1966 importaba y mucho. Alemania se marchó derrotada, pero digna. “Estad orgullosos –les dijo Schön a sus pupilos tras el partido- porque un buen segundo puesto es mejor que un mal primero”. Pero al fútbol inglés la victoria nunca le pareció menor y todavía celebra con su proverbial reverencia hacia sus mitos el mayor éxito de su historia, una victoria fronteriza porque el balompié estaba en el umbral de la modernidad, también un triunfo eterno.
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