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sin bajar del autobús
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Hinault, vuelve

Pasadas tres décadas, quizá sea hora de que vuelva a ganar un francés. Ellos inventaron el Tour, que nos hace felices a los demás

Juan Tallón
Froome saluda a Hinault después de una etapa del Tour.
Froome saluda a Hinault después de una etapa del Tour. Michael Steele (Getty Images)

Tal vez sea mucho pedir que Bernard Hinault vuelva a ganar el Tour, pero ¿qué otro francés podría hacerlo? Él fue el último. Entonces vivíamos en 1985. Gorbachov acababa de acceder al poder en la URSS. Nintendo lanzaba Super Mario Bros. Toni Morrison publicaba Beloved. Moría Orson Welles. Se estrenaban Los Goonies. Torrente Ballester recibía el Cervantes. Madonna usaba el sujetador como ropa exterior y arrasaba con Like a Virgin.Pero empezó a pasar el tiempo. Fumamos nuestro primer cigarro. Entramos en el instituto. Flirteamos con el hachís. Repetimos curso. Tuvimos nuestro primer ordenador. Los franceses empezaron a no ganar el Tour. Estrellamos el coche de papá. Nos fuimos a la universidad. Indurain afianzó su hegemonía. Nos licenciamos casi sin querer, y nuestro primer trabajo fue de camarero. Salvo Richard Virenque, los franceses ni siquiera quedaban segundos. Nos compramos otro ordenador, esta vez con nuestro dinero, y poco después un móvil. Firmamos un contrato indefinido. Por un tiempo, creíamos que las hazañas de Lance Armstrong eran verdad. Sustituimos el móvil. Llegó Sarkozy. Llegó Carla Bruni. Desapareció Strauss-Khan. Cadel Evans tanto agonizó que un año ganó. La crisis nos llevó por delante a todos. Le concedieron el Nobel a Le Clézio, incluso a Patrick Modiano. Nos compramos el enésimo teléfono. Pero el Tour le negaba la gloria a los ciclistas franceses. Y así sigue.

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Pasaron ya 30 años del triunfo del Caimán. Hace tanto tiempo que casi fue ayer. Hinault corría en La Vie Claire, al lado de Dominique Arnaud, Steve Bauer, Jean-François Bernard y Greg LeMond. El maillot del equipo imitaba los cuadros de Piet Mondrian. En la primera contrarreloj individual Hinault montó una rueda lenticular, dobló a un especialista como Sean Kelly, y le sacó más de dos minutos a Stephen Roche, que fue segundo. Pero la gran exhibición llegaría en la etapa que finalizaba en Avoriaz (Alpes). Vestido de amarillo, atacó a 70 kilómetros de meta, durante la ascensión a Pas de Morgins. Hinault corría para los libros de historia, a la antigua. Bajó la cabeza, y sin levantarse del sillín, cambió de ritmo desde lejísimos, como una forma de superstición. Sus rivales lo observaron con escepticismo. ¿Pero a dónde va este chiflado? Cuando se volvió, detrás ya sólo estaba Lucho Herrera. Esa tarde el francés sentenció su quinto Tour, que al día siguiente pudo perder. Acabó en una ambulancia, tras meterse en un absurdo sprint por la segunda posición. Hinault era así. A 100 metros de meta se cayó y se rompió un hueso nasal sin desviación del tabique.

Después del 85 llegó la larga noche francesa, que aún dura. LeMond cortó de raíz el sueño de otro triunfo de Hinault, y más tarde de Fignon. Pasadas tres décadas, quizá sea hora de que vuelva a ganar otro francés. La nostalgia tiene un límite. Ellos inventaron esta carrera, que nos hace felices a los demás, y nos arroja al abismo del verano cuando acaba. Se lo merecen. Me da igual quién sea ese francés. Como si es Hinault. Quizá aún sea el más fuerte. Y sólo tiene 61 años.

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