Amor de verano
Ahora toca agarrarse a lo que sea para intentar olvidar. Aferrarse a Islandia, por ejemplo
Se acabó la aventura. Hace dos años, en Brasil, preferimos pensar que se trataba de un paréntesis, como cuando termina una relación y vas contando por ahí que os habéis dado un descanso, mintiéndote a ti mismo, confiando en que la cosa se arregle. El principio de la Eurocopa invitó a perseverar en el autoengaño: un gol de Piqué que nos recordó a Maceda en París (pero sin Schumacher y sin José Ángel de la Casa con la voz quebrada) y una maravillosa exhibición de Iniesta frente a Turquía parecían sugerir que la chispa aún estaba viva. Pero ya no cabe el engaño, porque el recuerdo de aquellos cuatro maravillosos años cada vez está más difuminado. Lejos queda el éxtasis de Viena, la pasión de Johannesburgo y el fervor de Kiev.
Ahora toca lidiar con el desamor, agarrarse a lo que sea para intentar olvidar. Aferrarnos a Islandia, por ejemplo, que puso la Eurocopa patas arriba justo después de que nuestra España nos dejara desvalidos. Ocurre algo extraño y maravilloso en las grandes competiciones de selecciones una vez que nuestro equipo ha quedado eliminado. De pronto, desamparados ante la perspectiva de seguir el torneo sin pasión, sin más aliciente que el de ver enfrentarse a los mejores equipos del mundo, nos entregamos a la primera camiseta que nos conquista. Se trata, normalmente, de aventuras efímeras, de amores de verano que terminan cuando el torneo concluye. Historias fugaces e intensas, sin pasado ni futuro.
Islandia posee el encanto de las causas perdidas: sus jugadores tienen nombres impronunciables, realizan un fútbol hermosamente rudimentario y celebran las victorias con una impresionante coreografía
Empecé a ver el Inglaterra-Islandia desganado y alicaído, intentando asimilar aún la derrota de España, sin demasiadas ganas de fútbol, y lo terminé en pie, sufriendo en los minutos finales ante cada ataque de Inglaterra, deslumbrado por el fútbol primitivo y veloz de los islandeses, conmovido con el esfuerzo coral de unos futbolistas cuyos nombres hace 15 días ni siquiera me sonaban, y que seguramente tampoco recuerde dentro de un mes. Ese cuarto de hora en el que remontaron contra Inglaterra me convirtió en islandés para siempre, o sea, hasta el final de la Eurocopa. Su proeza recuerda a la de Corea del Norte en el Mundial de 1966, cuando eliminó a Italia con un grupo de militares desconocidos de los que poco más se supo después.
Resulta difícil no enamorarse de Islandia: posee el encanto de las causas perdidas, sus jugadores tienen nombres impronunciables, realizan un fútbol hermosamente rudimentario, celebran las victorias con una impresionante coreografía y cada saque de banda de su capitán es un misil envenenado. Por si fuera poco, en su bando está la estrella de la Eurocopa hasta el momento, Gudmundur Benediktsson, periodista de la televisión islandesa convertido en una celebridad por sus enloquecidas narraciones de cada gol. El Víctor Hugo Morales de nuestro tiempo.
España nos rompió el corazón, pero Islandia tardó poco en conquistarnos. Lo bueno de estos devaneos estivales es que no suelen dejar cicatrices.
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