El Madrid destroza el Juicio Final
El equipo muerto, obligado a repetir Lisboa en sentido inverso, se levantó en el tanatorio y empezó a andar
Al Juicio Final van los pecadores y los inmaculados a rendir cuentas ante Dios. El Real Madrid, pecador absoluto, se presentó en Lisboa en una final que decidiría su destino para toda la eternidad; la ganó por los pelos, en la última jugada. Dos años después, en medio de una temporada catastrófica, fue a Milán a jugar el partido más importante del año sin saber cómo había ido a parar allí, el último de todos. Esta vez no fue en el descuento, esta vez fue en el último penalti.
Tuvo que ver el Atleti, que se hizo con el escenario y con el relato, y también con el campo cuando lo mereció. Y si tuvo el gol a un disparo, en el penalti, Griezmann lo falló. En una final los penaltis se pagan carísimos. El Atleti desperdició uno en semifinales ante el Bayern y pasó. Tiró otro en la final, al travesaño, y la historia le enseñó lo que cuesta fallarlo: perdió uno, perdió dos. Se dejó un continente en dos palos.
La falta del primer gol del Madrid fue lanzada como una bomba inteligente. Bale hizo de base naval y el balón llegó a la famosa línea de sombra, la zona en la se confunde la línea con el horizonte. Un territorio fantasma en el que el portero no termina de nacer y la defensa no acaba de morir. Sergio Ramos, que siempre ha sido un poco gramsciano, entró allí como se entra en un bar con las luces encendidas, por si caía algo, y le cayó la Copa de Europa encima. Cosas de Sergio o de la vida, que en estos partidos suele ser lo mismo. Luego tiró un penalti y lo marcó; se ha quedado a vivir en una final de la Champions, pasa a veces. En rondas anteriores olvídate.
El partido se disputó no en un campo sino en un diván. Los dos equipos extendieron sus traumas, que son al mismo tiempo sus virtudes: el miedo, la soledad, el heroísmo, la familia mutilada y perdida del viejo oeste en una película de John Ford. De ahí vino el gol de Ramos, un tanto extraño en un guión oscuro, y el de Carrasco, con todas las señas de la venganza: la entrada en el área levantando polvo, fulminando la defensa, haciendo estallar la red delante de una afición volcada.
Ese gol del Atleti evaporó una ilusión concreta, la del madridismo feliz que soñaba con despojarse del enemigo en 90 minutos. O no conocían al Atlético o no conocían al Cholo: no les tumbó nada, ni siquiera ellos mismos al destrozar su mejor ocasión. Consiguieron torcer la mueca del Madrid hasta dejarla en el gesto marchito de David Carradine en Kill Bill cuando Uma Turman le aplica la misma medicina, parecida a la que el Madrid dio en Lisboa: el golpe en los cinco puntos que hacen estallar el corazón. Cuando uno camina cinco pasos, se desploma y muere.
Después del gol de Carrasco el Madrid se quedó quieto esperando no recibir un gol pero sobre todo para no marcar uno. Al final, sin embargo, tuvo que caminar. Y murió. Lo hizo asfixiado, sobrepasado, con la certeza que tienen los mortales un segundo antes de marchar, cuando creían que iban a ser únicos. Nunca lo son, ni siquiera el Real Madrid, que es lo más parecido a la inmortalidad que hay en España, la investigación científica más avanzada del mundo. No se le fue esa cara mustia ni en las ocasiones, con Casemiro imperial, con Bale roto, con Isco en marcha para darle aire a un equipo desconcertado.
Hasta que llegaron los penaltis. Cristiano no falló el último, no falló Ramos, no falló nadie. El Madrid muerto, obligado a repetir Lisboa en sentido inverso, se levantó en el tanatorio y empezó a andar. No se dejó juzgar en el Juicio Final de cada año: destrozó la sala y se fue con la Copa. ¿Fue injusto? Seguramente. No hay Dios ni patria ni rey, aunque esté un Lannister en el palco, cuando se presenta en una final europea el Real Madrid. No tiene explicación.
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