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De Sergio Ramos a Sergio Ramos

El héroe de Lisboa se convierte en el mejor jugador de la final de Milán con una gran actuación y un gol en fuera de juego

Sergio Ramos mete el primer gol en Milán.
Sergio Ramos mete el primer gol en Milán.Andrew Medichini (AP)

Sergio Ramos deberá encontrar un hueco vacante en su piel para dibujarse el minuto 15:27 de la finalísima de San Siro. Ya se había tatuado el minuto 92:48 en el bíceps, herrándose como un toro bravo el mito del cabezazo de Lisboa, de forma que la historia contemporánea del Real Madrid puede leerse o escrutarse en la anatomía del defensa central sevillano, emulando al protagonista de "Prison Break". Que se había tatuado los planos de la cárcel para que no se los pudieran requisar los carceleros.

Y no era sencillo escapar de San Siro esta noche, sobre todo porque el campo milanés había arraigado una leyenda negra como superchería a la hegemonía madridista. Catorce partidos, ninguna victoria. Y un conjuro que había opuesto Ramos en la vigilia, tirando del manual de los grandes tópicos: "las estadísticas están para romperlas".

Ramos transitó de las palabras a los hechos en el final y en el principio. Porque anotó el cuarto penalti del paredón. Y porque había adelantado al Real Madrid en el desenlace de una carambola que requirió la falta de Kroos, la cabeza de Bale, la bota providencial del capitán madridista y el criterio errático de los árbitros ingleses. No castigaron el fuera de juego. Premiaron la ubicuidad de Ramos en San Siro, su carisma de condotiero. Y lo indultaron incluso cuando abortó por detrás un slalom de Carrasco que predisponía el 1-2 en el tiempo de descuento. Podría haber sido roja. Pero las botas de Ramos eran verdes, verdes esperanza, e invocaron a su beneficio la fortuna.

Un factor evanescente, abstracto, el de la suerte que acude al rescate de Ramos en los partidos decisivos de la temporada. Y que remedia los episodios de incertidumbre. Estuvo a punto de marcharse al Manchester United en verano, como estuvo cerca de enfrentarse a Benítez cuando el "difunto" técnico madridista -¿quién lo recuerda?- le reprochó su negligencia en un partido de liga contra el... Atlético de Madrid.

Se explica así que agradeciera la llegada de Zidane. Y que agradeciera todavía más la novedad táctica que supuso la apuesta de Casemiro como punto de balance entre la zaga y la vanguardia. Pudo apreciarse anoche en Milán la innovación. Un equipo construido de atrás hacia delante. Un galvanizador, Casemiro, que acudía a resguardo de los defensas centrales. Y que proporcionó al Madrid la jerarquía de la presión, del repliegue y hasta la salida del balón en un partido de crisis para el ego depredador de Cristiano Ronaldo, más allá de que se redimiera en el quinto "penal".

El capitán levanta la Undécima

El único gol del Madrid lo marcó Sergio Ramos. Y la undécima Champions la recogió Sergio Ramos del Rey, como si fuera la primera medalla del colegio y como si las declaraciones de la vigila -"perder no sería un fracaso"- obedecieran a una calculada superstición. Ya se ocupó de desmentirla ejerciendo de comandante en jefe. Un partido superlativo del que se llevó todo lo que podía llevarse: la Copa, el esqueleto de Juanfran, las maldiciones de San Siro y el premio al mejor jugador de la final.

Lo fue por razones balompédicas en su concentración y en su eficacia. Lo fue más todavía por cuestiones extradeportivas, aireando los brazos como un telepredicador cada vez que los aficionados merengues incurrían en episodios de congoja.

Ramos era el capitán, el lugarteniente de Zidane en el campo, el intérprete de un planteamiento mitad pragmático mitad cínico que entregaba el balón al Atleti y que se liberaba al contraataque. No con demasiado acierto porque la BBC emitió esta noche en blanco y negro, pero sí con la constancia en la arenga de Ramos. Que empieza a necesitar un transplante de piel porque ya no le caben los tatuajes en el cuerpo.

Es la primera vez que Sergio Ramos levanta la copa de Europa con los galones y los bíceps de capitán. Y no parece que vaya a ser la última.

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