Promiscuidad y euforia preventiva en la Final de Champions 2016
Las aficiones se mezclan civilizadamente en el centro de Milán y convierten el Duomo en la superstición de la victoria
No se recuerdan tantos españoles en Milán desde que Carlos V conquistó la ciudad hace cinco siglos. Una invasión de 60.000 aficionados que han llegado por todos los caminos y de todas las maneras. Por ejemplo, en autobús y desde Toledo.
Le sucedió Cristina, una seguidora del Real Madrid que se hizo con una entrada el miércoles y que recorrió 1.600 kilómetros no tanto por carretera como levitando. Y celebrando preventivamente la victoria de esta noche en la plaza del Duomo.
Es el perímetro de promiscuidad que las aficiones han convenido ocupar para despojarse de la tiranía de las fan zones. Allí se las separa y se les administran un programa festivo a medida, pero muchos atléticos y madridistas han roto los cordones. Y conviven delante de la catedral en una confusión iconográfica que debe irritar a las autoridades eclesiásticas. Y tentarlas de sacar los látigos para evacuar a los mercaderes. Más aún cuando la copa de la Champions desempeña un lugar totémico. Hacen colas los aficionados para tocarla. Multiplican los selfies delante del becerro de plata. Y solo les falta santiguarse bajo la cúpula pagana donde se aloja el trofeo.
"Nos lo vamos a llevar a casa", proclama el patriarca atlético de una expedición familiar. Niños tan jóvenes que solo conocen la era triunfal de Simeone. Y que interpretan la finalísima como un despecho de Lisboa, aunque El Cholo haya proscrito la idea de la revancha y haya inculcado la autoayuda de la energía positiva.
La transmiten los hinchas rojiblancos en la galería Vittorio Emmanuelle, cuya acústica abovedada hace reverberar los cánticos. Y mantiene atónitos a los turistas. Se graban unos a otros. Y se producen diplomáticas relaciones entre las aficiones rivales.
Comparten la meta, las vicisitudes del viaje, los "atracos" que se perpetran los bares céntricos, el presupuesto desproporcionado de los hoteles y hasta la voracidad de los reventas, aunque se han desinflado los precios respecto a la euforia inicial.
Nos los confirmaba Mauro, un estudiante de 23 años que compró las entradas por 600 euros en Madrid -costaban 70- y que esperaba revenderlas al doble. "Y de momento solo he conseguido que estén dispuestos a pagarme la mitad", lamentaba.
El negocio está en manos de la camorra napolitana. Y no hace falta preguntárselo a la policía, sino identificar el acento meridional de los dealers, la eficacia de su organización, el monopolio de un mercado clandestino al que acuden los snobs de Milán, chinos adinerados, árabes sin limitaciones pecuniarias.
Es una final extraña porque Milán parece una ciudad hospitalaria y recelosa a la vez. Hospitalaria porque la invasión madrileña proporciona 25 millones de euros en términos de impacto turístico. Recelosa porque produce cierto embarazo a los milaneses que dos equipos madrileños hayan suplantado en San Siro la jerarquía del Inter y del Milan. Nada visto desde los tiempos en que Carlos V conquistó la capital lombarda.
De hecho, los diarios deportivos ni siquiera convierten la finalísima en el acontecimiento de la portada. El Meazza se ha convertido en un territorio de excepción. En un cuerpo extraño. Y en un recuerdo embarazoso de la decadencia del calcio, aunque los interistas consideran que Simeone los representa, como los representa su fútbol gregario e intenso, haciendo del catenaccio una versión posmoderna.
"Ole, ole, ole, Cholo Simeone", se escucha de repente en el eco de un callejón del barrio de Brera. "Cómo no te voy a querer", replican los madridistas en una dialéctica pacífica a la que asisten contrariados los hinchas de otros clubes que ya habían reservado entrada, hotel y avión. Hooligans extemporáneos del Manchester. Urbanitas del Saint-Germain. Blaugranas en busca de autor. Y milanistas nostálgicos que leen con sobresalto la noticia de que Berlusconi ha decidido vender en equipo a China.
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