Dios, o algo parecido
Tardará una eternidad el fútbol en sacudirse el luto. Seguirán lloviendo artículos, análisis, opiniones que intentarán escudriñar en la personalidad de un deportista irrepetible. Sabremos así que este señor que revolucionó el fútbol, y que odiaba las coles de Bruselas, fumaba un cigarro antes y después de cada partido, y quién sabe si alguno en el descanso. Y elevaremos a dogma de fe frases como “jugar al fútbol consiste en darle el balón a un jugador con el color de tu camiseta”, que en cualquier otro tiempo o lugar, y emitidas por cualquier otro personaje, nos parecerían una tontuna monumental. Ensalzaremos su condición de transgresor y cogeremos de las estadísticas que él tanto odiaba (“si dependiera de ellas a mí me habrían rechazado en el Ajax”) solo los datos más convenientes. Dicho lo anterior, para quien esto firma Dios se fue el pasado 24 de marzo.
Porque hay que ser Dios, o Johan Cruyff, para alcanzar la condición de mito en un equipo menor, en una Liga menor y en una selección menor. Nada eran el Ajax ni Holanda hasta que aquel chico flaco se hizo presente con 17 años. Nos hartaremos de leer su palmarés, admirando una y otra vez que en nueve años con el Ajax logró tres Copas de Europa consecutivas (proeza hasta hoy solo al alcance del Madrid y el Bayern) y se adueñó de tres Balones de Oro. Miserias. El mayor saco de títulos imaginable no admite comparación al impacto que provocó Cruyff en el fútbol europeo. Un fútbol que idolatraba la imagen de Pelé, que llegaba de lejos, tan admirable como inalcanzable, y a quien Cruyff relevó en el trono de los elegidos.
La explosión del Flaco reeditó la eterna lucha entre el Barça y el Madrid por el fichaje de la figura del momento. Eligió el holandés al Barça, rebelándose ante la pretensión del Ajax de que aterrizara en Chamartín. Influyó también, sin duda, que el club azulgrana soltara 100 millones de pesetas y Bernabéu no pasara de 60, lo que este justificó, según cuenta Alfredo Relaño, “porque no le gustaba su jeta”. Hasta que llegó Cruyff, el Barça era un club atropellado por postes (los de Berna en la final de la Copa de Europa ante el Benfica en 1961) y desgracias, por Francos y conspiraciones. Fue llegar Cruyff al Barça y quitarse el equipo cuarto y mitad de sus complejos, arrasar en la Liga y darse un inolvidable homenaje en el Bernabéu que responde al nombre de 0-5, partido tras el cual Zoco (un señor que era dos veces campeón de Europa) anunció su retirada del fútbol, tamaño fue el meneo que se llevó y que provocó que desde entonces se dedicara a escuchar a su esposa, María Ostiz, cantar un pueblo es, un pueblo es. Dos días después de semejante exhibición en blanco y negro, el presidente azulgrana, Agustín Montal, acudió a la noble villa de El Pardo a rendir pleitesía al pequeño miserable que supuestamente tenía subyugado a su club.
El Cruyff futbolista llevó al Barça al éxtasis del Bernabéu y a la conquista de una Liga tras 14 años de sequía. Lo demás fue lo de menos. Apareció cruycificado en la portada de la revista Don Balón y acabó a guantazos con el presidente Núñez, el mismo que 10 años después le nombró entrenador del equipo. Y fue entonces cuando tuvo ánimo, tiempo y dedicación para cambiar de arriba abajo al club. Cruyff mandaba y el Barça obedecía. Y se acabaron los complejos, los miedos, los Francos, las maldiciones, ¿qué maldición va a tener un equipo que conquista cuatro Ligas seguidas, tres de ellas en el último minuto, y, por fin, la Copa de Europa, en la prórroga? Cruyff hizo del fútbol una idea. Con la que le fue bien, como hemos visto, y mal, como en la final europea en la que el Milan destrozó 4-0 al Barça. Pero hemos vuelto a las estadísticas. Y las estadísticas, con Cruyff, no valen. Porque son minucias cuando hablamos del único futbolista que ganó un Mundial perdiéndolo. Con Cruyff importa el fútbol, ese deporte que se juega con la cabeza y en el que los pies solo ayudan. Y lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre.
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