Zidane o los expertos
Yo me pongo de parte de la gente que trata de hacer algo que nunca hizo, y que no sabemos si hará bien
Cada vez que alguien achaca a Zidane su falta de experiencia como entrenador, me acuerdo de un personaje de La conjura contra América,de Philip Roth, que sabiéndose inferior a un rival, un tipo precisamente de mucha experiencia, masculla para sí: “Ese presuntuoso hijo de puta lo sabe todo… lástima que no sepa nada más”. Ay, los expertos. Lo han visto todo, lo han vivido todo, pero aparte de eso, ¿qué más? Yo me pongo automáticamente de parte de la gente que trata de hacer algo que nunca hizo, y que no sabemos si hará bien. Esta predisposición vale lo mismo para el que debuta en el banquillo de un equipo fútbol, que para el que da su primer concierto o monta su primer negocio. “Fui a dar con una trompeta, estudié y toqué”, decía Miles Davis, resumiendo en una frase cómo su falta de experiencia lo condujo un día a la cima.
Empezar es uno de los actos más bellos que existen. Empezar siempre, a cada instante, y no saber cómo acabarás, hace las horas más llevaderas. Tiempo atrás conocí a un tipo que cada dos años cambiaba de trabajo. Lo dejaba en el momento exacto en el que se volvía un experto. “¿Qué sentido tiene hacer algo que ya sabes hacer?, ¿dónde está el reto?”, se preguntaba. La experiencia, decía, lo exponía al peligro de adquirir ideas fijas y adivinar antes de tiempo el final de las tramas de que se compone la vida. En fútbol, de cuando en vez, también se necesitan nuevos puntos de partida. Sirven para evitar el óxido y esos chirridos horribles que emiten algunas puertas al abrirse. Y qué mejor punto de partida que el cero, con el que desacostumbrar a la mente de sus viejos mecanismos.
No puede negarse que hay algo de acto suicida en el nombramiento de Zidane como entrenador del Madrid. Florentino Pérez es, desde hace años, un hombre acorralado, capaz de todo. Pero, ¿y si a veces un error imperdonable acarrea un acierto? Quizás el ascenso del francés al banquillo constituya a la par que una decisión suicida, una decisión razonable, como si la maniobra de caminar sobre el abismo, aventurada y oscura, representase el camino más seguro.
Hastiado de fichar entrenadores expertos, que habían visto centellear rayos C en la oscuridad, cerca de la puerta de Tannhäuser, con los que apenas estorbaba la hegemonía del Barça, el Madrid ha entendido que un buen día hay que subir la apuesta y jugárselo todo. En ocasiones, también los gestos suicidas acaban bien. Antonio di Benedetto cuenta la historia de un loco que se encaramó al cartel de un edificio, en un octavo piso, y desde allí amenazó con saltar al vacío. Un bombero intentó disuadirlo, sin éxito. Entonces, subió un policía, y cuando estuvo a su lado, lo encañonó con su arma reglamentaria. Al del cartel no le pareció que el agente bromease. “Se iba a suicidar, pero creyó que el otro estaba a punto de balearlo, sintió la muerte encima y ya no quiso morir”.
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