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Sin bajar del autobús
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

“Mamá, soy rico”

El jugador no quiere saber, como si una de las cosas bonitas de ser millonario fuese ignorar cuánto dinero tienes

Juan Tallón
Messi, a su llegada a los juzgados de Gavà, en 2013.
Messi, a su llegada a los juzgados de Gavà, en 2013.LLUIS GENE (AFP)

La consagración del futbolista moderno llega ese mediodía en el que, después de fichar por un club grande, ya en el salón de su casa, marca el teléfono fijo de sus padres, y cuando su madre descuelga, le anuncia: “Ya soy rico”. En ese instante comienza otra competición, en la que hay que correr detrás del balón, como siempre, pero al mismo tiempo —como si tuviésemos dos manos— empujar la pasta hacia delante. Este deporte busca continuamente los triángulos. Así se avanza más rápido. Y el dinero no es algo que estorbe. Tiende a acomodarse solo, en montoncitos, para que no lo pises o se extravíe. Por otra parte, encuentras que en grandes cantidades el dinero te calma los nervios. Si eres un poco supersticioso, ya no querrás vivir jamás sin su compañía. En la élite, eso obliga al jugador a que sus ingresos no duerman. Inevitablemente, en un deporte ya bastante lleno de categorías, irrumpe una más: el futbolista multimillonario.

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El día que se dice de un jugador que es uno de los mejores del mundo, ya no puede permitirse el lujo, o el error, de ser sólo un jugador. ¿Qué pobreza sería esa? Convertirse en un gran futbolista, a secas, es una obstinación útil hasta que fichas por uno de esos clubes que coleccionan títulos, y cuya historia está plagada de enormes jugadores, a secas. En un equipo así, un gran futbolista, cuando pasan los años, sólo significa una foto colgada en la pared, junto a otros grandes futbolistas, de los que todos cuentan hazañas. Conviene ser algo más, sin embargo, o se quedará uno atrapado en las páginas de deportes del periódico, enmarcado por las crónicas de sus partidos, como si en el fondo fuese la cabeza de un animal disecada.

Cuando la pugna por ser el número uno está tan reñida, quién sabe si la hegemonía pase por ver qué futbolista es capaz de anunciar las mejores zapatillas, o la principal compañía aérea, o, ya puestos, escribir primero el Ulises de Joyce, como si no estuviese escrito del todo. Aquellos que son aclamados como los mejores del planeta lo son porque, entre título y título, se vuelven iconos llameantes. Su imagen los trasciende. Sola la pronunciación de su nombre, o el uso de su imagen, basta para atraer las miradas del mundo. Las grandes marcas, aunque sean de calzoncillos, o de pollo frito, o de natillas, quieren aparecer asociadas a esos jugadores.

La vida les sonríe. Su leyenda se extiende. Si lo deseasen, podrían poner de moda el fútbol con gafas, con el pretexto de que así se remata mejor. Algunas veces tienen tanto dinero, como consecuencia de hacer de sí mismos continuamente, que padecen problemas de dinero porque resulta ser poco, según sus asesores. El futbolista, que se hace lío con los números, delega en sus consejeros fiscales. No quiere saber nada, como si una de las cosas más bonitas de ser millonario fuese ignorar cuánto dinero tienes. Pero un día llega Hacienda y nos partimos de risa.

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