Niponas comen leonas
Era la semifinal de un Mundial de fútbol pero viendo la diferencia de tamaño entre los equipos en el túnel antes de que salieran al campo uno tenía la impresión de que iba a ser un partido de madres contra niñas. O, ya que el equipo de las grandotas iba vestido de blanco, un Barça-Madrid. Y como en los Barça-Madrid de los últimos años, el equipo enano era el favorito.
La selección femenina japonesa campeona del mundo jugaba en Vancouver el miércoles contra la selección inglesa, cuya trayectoria en los grandes torneos internacionales había sido un poco menos lamentable desde hace medio siglo que la de sus compatriotas masculinos. Nadie se esperaba que Inglaterra llegara a la semifinal del Mundial de Canadá. Que lo lograra no solo despertó un interés sin precedentes por el fútbol femenino entre los súbditos de la reina Isabel, sino que de repente se generó una enorme ilusión alrededor de la noción de que las llamadas Leonas iban a compensar los fracasos de los dóciles felinos de la selección varonil y convertirse en las inesperadas redentoras del fútbol inglés.
Antes del partido David Beckham, Wayne Rooney y Michael Owen —tres de las grandes esperanzas fallidas del fútbol nacional— tuitearon su apoyo a las mujeres. Más de tres millones de personas siguieron el encuentro en directo en la BBC pese a que empezó a medianoche, hora de Londres.
Hasta lo que resultaría ser el extraordinario desenlace del último minuto, el partido siguió más o menos el anticipado guión. Finura japonesa contra músculo inglés; sushi versus rosbif; once Iniestas contra once John Terrys. El juego de las japonesas, más cómodas con el balón y más baléticas en sus movimientos, era disciplina y geometría; el de las inglesas, pelotazo y a correr. Lo diría una de las jugadoras inglesas después del partido: “Japón es el Barcelona del fútbol femenino”.
Pero, como también han descubierto Iniesta y compañía, el arte no es todo en el fútbol. La voluntad y la valentía —véase el Chelsea de Roberto di Matteo, el Madrid de Mourinho— también tienen su recompensa a veces.
La semifinal de Vancouver llegó al descanso empatada 1-1, tras dos dudosos penaltis, y en el segundo tiempo, por mucho control del balón que tuvieran las japonesas, las inglesas crearon más ocasiones. Hasta que se comprobó por enésima vez que ni el talento, ni la inteligencia, ni la fuerza, ni el hambre son suficientes para lograr la victoria en el fútbol; que también uno debe tener a la diosa Fortuna de su lado.
Habían concluido los 90 minutos, la árbitra agregó tres minutos de tiempo adicional y en el segundo de ellos una defensora inglesa que se había dejado el alma por la causa a lo largo de todo el torneo metió uno de los autogoles más improbables jamás vistos en competición internacional. Un centro inocuo japonés al área inglesa; la rubia inglesa Laura Basset estira un pie a 15 metros de su portería; contacta con el balón que hace un arco perfecto por encima de la portera inglesa, da en el travesaño, cae y bota apenas 50 centímetros detrás de la línea de gol.
Victoria japonesa 2 a 1 y este fin de semana repetición de la final de 2011 contra Estados Unidos. Las leonas reaccionaron como hubieran reaccionado los leones ante semejante catástrofe. De rodillas y llorando, sin posibilidad de consuelo.
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