La locura se apodera de San Mamés

Una tangana y unos minutos pueden decidir un partido, aunque antes hubiera prevalecido la rutina. Porque la vida puede ser eterna en cinco minutos, como le pasaba a Amanda, la de Víctor Jara. Porque pasar, lo que se dice pasar, hasta entonces no pasaba nada o muy poco. En la primera mitad revoloteaba el balón, con pausa y tacto en el Valencia, con electricidad en el Athletic. Las áreas electrificadas, de esas que dan calambres y a la que te asomas decides no volver salvo que sea estrictamente necesario. Pasaba que, por lo visto entre Teixeira Vitienes y Aduriz hay algo personal porque se buscaban como solo los enemigos se vigilan. Y que André Gomes recibió un cabezazo en la cabeza (maldita redundancia, diría el portugués) y además de un compañero (maldita sea mi suerte, diría el portugués, con su vendaje en la cabeza). Y que a Piatti le dio un tirón de la manera más tonta, que es como se producen siempre los tirones. Entre medio de los asuntos rutinarios (tú corres, yo la toco, yo hago que lo intento, tu haces que también), hubo un tiro de Paco Alcácer al que Iraizoz midió mal la trayectoria y le puso un intríngulis suspensivo de un a décima de segundo. El Athletic esperó un poco más, al tramo final, cuando acostumbra a expulsar el aire de los pulmones y que sea lo que Dios quiera. Y en una sucesión de córners ocurrió que Ibai Gómez sacó uno bien, por fin, y Williams no alcanzó por un pelo el rizado de Gurpegui en el primer poste.

Bajo el cielo plomizo de San Mamés, por fin, pasaban cosas, eso que se llaman situaciones de gol. Vale que dos no sean un botín, pero son más que una e infinitamente más que ninguna. Entre medio quedaban el 4-4-2 del Valencia, frente al 4-3-3 del Athletic. Anécdotas que sí, que le daban el balón al conjunto che, pero en la cocina, en el menú, los platos eran idénticos.

Por suerte los descansos tienen la virtud de alterar las cosas. Sea por la arenga, por el relajo, por la prisa, por el estado de necesidad, el partido cambió de marcha. No es que cambiaran los dibujos, ni las estrategias. Con la actitud basta, muchas veces. Y la actitud la puso en el Athletic Iñaki Williams con dos carreras que levantaron a la grada y al equipo y le anunciaron a Lucas Orban el martirio siguiente. El Valencia se movía con la ciencia de André Gomes, el de la cabeza vendada pero intacta por dentro, y la agilidad de Alcácer. Y en una de estas, Rodrigo se encontró con el beneplácito de Gurpegui (blandito como un pan de media cocción en la disputa) para enviar el balón al otro costado por donde aparecía otro Rodrigo, De Paul para batir a Iraizoz. Eso sí, entre medio, Alcácer hizo el amago suficiente para descolocar a los despavoridos defensas rojiblancos. ¿De quién fue el gol? Un poco de todos, por acción u omisión.

Y entonces llegó la tormenta. Una fea entrada de Otamedi a San José (típica del central fuera de sitio) desató la contienda. Tangana, empujones, manotazos, más empujones, caos, desavenencia que Teixeira, sobrepasado desde el primer minuto, sanciona con expulsión de Otamendi y amarillas a los porteros, los últimos en llegar. Podía haberse quedado solo... pero no era el caso y optó por la calle de en medio que es la que lleva a ninguna parte. Pero la ruptura tuvo consecuencias. La locura solo podía favorecer al Athletic. Y en esto, al borde del final, Aduriz porfió con Orban (el de la mala noche, ahora de central), le robó la cartera, centró a Viguera que remató al poste y Aduriz, en claro fuera de juego, la empujó a la red. Tanta rutina acabó con un ataque de locura. Suele pasar cuando uno se aburre del aburrimiento.