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SIN BAJAR DEL AUTOBÚS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un dandi del arbitraje

El colegiado vive rodeado de tiburones, pero se lo pasa bien en ese ambiente. Si le arrancan un brazo, tiene otro

Juan Tallón
Mateu Lahoz anula un gol dekl Athletic ante el Málaga.
Mateu Lahoz anula un gol dekl Athletic ante el Málaga. AFP

Los días que no te dan una paliza, o te pinchan las ruedas del coche, es maravilloso ser árbitro en esas categorías en las que a veces el fútbol ni siquiera es fútbol, pero a cada partido parece a punto de inventarse. No sabes bien por qué eres árbitro, y eso ya es fascinante. Hace algunos años conocí a un tipo que pitaba en ligas provinciales, diversión que compaginaba redactando notas deportivas para un periódico local. En cierta ocasión le encargaron escribir una crónica del partido que iba a arbitrar ese día. Tuvo una tarde aciaga y perjudicó a los dos equipos seriamente, y en un gesto de honestidad descomunal, arrancó su crónica con una frase que devolvía la fe en la humanidad: “Desastroso arbitraje…”.

Algunos heroísmos no necesitan héroes, sino personas dispuestas a arriesgar un domingo por la tarde a cambio de nada. Su amor por el fútbol no les deja quedarse en casa viendo True detective en pijama. La tarde adquiere otra textura cuando llegan al campo, comprueban que hay puerta trasera, por si tienen que escapar, reciben los primeros insultos... Hay sufrimientos que, en el fondo, son pasiones, y por esa razón el árbitro de regional comparece el domingo tras una semana en la que ejerció de profesor de matemáticas, o conductor de autobuses, o cuidador de personas con alzhéimer. A veces el fútbol se parece a aquella enfermedad larga, mortal y divertida que queríamos tener cuando éramos niños, para no ir al colegio.

El colegiado vive rodeado de tiburones, pero se lo pasa bien en ese ambiente. Si le arrancan un brazo, tiene otro, por suerte. No cambiaría su vida por ser futbolista. Eso sólo sería más fácil, y conduciría al aplauso. Los halagos representan un peligro. Acabas creyéndotelos, y un buen día, de pronto, te encuentras, como Alan Hansen, con que ya no te apetece disputar los balones aéreos. “Hoy se sabe —decía el excapitán del Liverpool— que cada vez que cabeceas un balón pierdes 150 neuronas. Así que yo mandaba a Mark Lawrenson a hacer ese trabajo. Siempre conviene delegar. Es la prerrogativa de los capitanes”. En cambio, una crítica, incluso un agravio, pueden producir una metamorfosis deseable.

Los días que no te dan una paliza, o te pinchan las ruedas del coche, es maravilloso ser árbitro

Arbitrar en las categorías inferiores simboliza casi una promesa de adversidad. Nada puede salir bien, y si al fin sale, de todas formas parece que salió mal. Pero igualmente deseas ser árbitro y llevar una existencia errante, deslavazada. Si un colegiado de regional estuviese mínimamente interesado en vivir a lo grande se habría hecho, pongamos, presidente de la Federación Española de Fútbol. Pero no aspira a eso. Se siente la persona más poderosa del mundo cuando acierta en un penalti que nadie ha visto. Existe un ilegible placer en hacer sonar el silbato. Pueden insultarle, escupirle, incluso lanzarle un yorkshire, como en Olula del Río (Almería), qué carajo importa.

Recuerdo que en 1985, durante un partido de Tercera Regional entre dos equipos de Ourense, entró un perro en el terreno de juego. Al principio despertó algunas risas, pero como insistía en quedarse, intervino el árbitro, que le mostró la tarjeta roja en repetidas ocasiones, hasta expulsarlo, entre el alborozo de los aficionados. Aquel árbitro se llamaba Rivera Fernández y encarnaba a un dandi de la escuela de Linemayer. Corría hacia atrás a cámara lenta, convencido de que el arbitraje es una forma de elegancia. Se le conocía como La Ley en los estadios de la provincia, donde era más importante que el presidente de la Diputación.

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