Amamos a los futbolistas salvajes
La historia está plagada de jugadores que aborrecen la gloria porque hay que madrugar
Cada cierto tiempo irrumpe un futbolista asombroso que, después de ofrecer pistas de su genialidad, arroja su carrera por una alcantarilla, como si la felicidad apestase. Posee un talento ancestral, pero con el futuro que todos le auguran enciende un puro y hace rizos de humo, como Rita Hayworth en Gilda. El futuro le importa una higa. Y aunque no hay nada más importante en su vida que el fútbol, existen cosas aún más valiosas, como mostrar respeto por un vaso lleno o conducir un Maserati con 25.000 libras en el asiento del pasajero. Supongo que no quiere correr el riesgo de hacer las cosas bien desde el principio. Se queda más tranquilo si se acuesta a las seis de la mañana y se pierde el entrenamiento. “Yo tenía pique corto, tenía pegada, tenía quite, tenía cabezazo. ¿Por qué no fui crack? Porque trasnochaba”, admitió un día Héctor Bambino Veira, que con el tiempo descubriría que el fútbol también es para hablar, y se dedicó a elaborar las mejores frases sobre este deporte.
Tras 6 cervezas y medio paquete de Lucky le pregunté dónde estaba más cómodo: “En el banquillo”
A los futbolistas malditos les agrada pensar que basta realizar una jugada fascinante, extraída de una chistera, y dedicar el resto de sus vidas a festejarla. Cada uno festeja a su manera. El exjugador del Liverpool Robbie Fowler marcó de penalti, y con la alegría, se inclinó sobre la línea de fondo y simuló esnifarla. En ocasiones el fútbol tiene mucho que ver con todo aquello que le es ajeno. Romario, por ejemplo, consideraba que los partidos empezaban de vísperas, así que salía jueves, viernes y sábado. El día del encuentro, como si la gloria fuese una suma de actos insignificantes —bailar hasta las cinco, atar bien las botas, escupir, santiguarse— marcaba tres goles.
En la misma escuela filosófica, Mágico González juzgaba que la noche “es un arte”. Su mejor partido en el Cádiz fue contra el Barça en un Carranza, después de salir toda la noche, quedarse dormido y aparecer para el segundo tiempo, en el que anotó dos goles y regaló otros dos. En la temporada que Héctor Veira lo entrenó, se desesperaba porque no lo sacaba de la cama. “Le llevé el despertador del Pato Donald y me llegaba tarde igual”. Encarnaba a los delanteros que sienten que, cuando se acaba la carretera, pueden caminar 50 o 60 metros sobre el vacío, como en los dibujos animados.
La historia está plagada de jugadores que aborrecen la gloria porque hay que madrugar. En su ideario, levantarse antes de las dos de la tarde es de histéricos. Una vez entrevisté a un centrocampista con fama de vago y un toque tan sutil, que olía a perfume. Llevábamos seis cervezas y medio paquete de Lucky cuando le pregunté en qué parte del campo se encontraba más cómodo. “En el banquillo”, dijo hablando y encendiendo un pitillo a la vez.
Es imposible no sentir debilidad por un futbolista que se tuerce con la clase de Mágico González o George Best, en contraposición a ramplones como Balotelli o Gascoigne. La forma en que se derrumban los primeros, tras acariciar la cima, los emparenta con Dick Diver, el personaje de Scott Fitzgerald que cuando cayó del todo a los infiernos, no perdió la compostura, fiel a la idea de que “se puede llevar una camisa que esté un poco sucia, pero una camisa arrugada, jamás”.
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