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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Apártate, que estoy escupiendo

Juan Tallón
Sergio Ramos y Kroos intentan frenar el avance de Fernando Torres
Sergio Ramos y Kroos intentan frenar el avance de Fernando TorresCLAUDIO ÁLVAREZ

En un estado psicológico ideal, el mundo no necesitaría derbis. Ni cigarrillos, ni pastillas. Quizá tampoco literatura. Si todo estuviese en orden no tendríamos, posiblemente, que abandonar la cama. En todo caso, madrugaríamos a las cuatro de la tarde. Pero el mundo es un horror, y por eso existen partidos como el Atlético-Real Madrid, o esa bebida horrible y deliciosa llamada vodka. Son modos agradables de estar enfermo y sufrir. En fútbol conviene tener un vecino detestable, que asa sardinas en el patio y al que nunca saludas. Lo odias demasiado. Es un odio bueno, no obstante. Os mantiene unidos. En la vida siempre debes odiar algo, aunque sea un vaso de agua.

Un derbi, durante muchos años, representó la clase de partido que a un colchonero acababa de hundirlo en la miseria. Llegabas tosiendo, con mocos, y el Madrid te remataba con un gol en el minuto 5, para que no levantases castillos en el aire. Al descanso, ya sangrabas por la nariz. El único gesto ganador que te permitías era decirle a Raúl «Apártate, ¿no ves que estoy escupiendo?» Lógicamente, en la jornada siguiente te resarcías empatando a cero con el Valladolid o con el Español, que pagaban los platos rotos.

Un derbi, durante muchos años, representó la clase de partido que a un colchonero acababa de hundirlo en la miseria

Había temporadas que soñabas con un derbi de trámite, que te evitase la visita al psicólogo. Un empate, pongamos. La ambición acaba pagándose. Pero siempre sucede algo que te quita las ganas de cenar. En un derbi no es posible la paz, sencillamente. Los choques fulgurantes, que te miden a tu vecino en el rellano, rara vez dejan sitio para los minutos tranquilos. El estadio carece de un triste rincón en el que refugiarse y fumar a escondidas, mientras piensas en tus problemas y el rival hace tiempo en el medio de campo, esperando a que mates el cigarro. Así que el Madrid te castigaba con rudeza, con pocas ansias por empatar.

Pero eso es el pasado. Cómo recordar cosas que sucedieron ayer. No somos ordenadores. A veces el pasado todavía no pasó. De pronto, el Atlético ha accedido al lujo del triunfo. Vive en otra tonalidad, en esa en que las estreches producen pereza, como los escritores de segunda fila que se ríen de los clásicos porque decían que lo que se precisaba en su oficio era papel, tabaco, comida y whisky barato. Para escribir a gusto ellos empiezan por necesitar un buen ático, a poder ser en el Upper East Side, y la asistencia de un mayordomo que al retirarse con el champagne camine hacia atrás.

Mis amigos del Madrid aseguran que en el Atlético pronto volveremos «a estar en la ruina y a ser felices». No acaban de vernos cómodos, como cuando caminas por primera vez en tacones de aguja. Para ganar durante largos períodos seguidos, o para hacer dinero sin parar, hay que tener costumbre desde niños. En ciertas familias, al cumplir 12 años, tu padre te convoca al salón y te entrega tu primer millón de dólares. «No lo pierdas», te aconseja. Ese es el Real Madrid, que además llega con siete puntos de ventaja. El Atlético posee poco margen. Poquísimo. Pero. Pero. Pero si hasta Bette Davis se negaba a retirarse y bajar los brazos mientras tuviese sus piernas y su maquillaje.

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