Murray se deshace ante Djokovic
El serbio logra por 7-6, 6-7, 6-3 y 6-0 su octavo grande en una final marcada por las oportunidades desaprovechadas por el británico
En Melbourne, Novak Djokovic gana 7-6, 6-7, 6-3 y 6-0 ante Andy Murray su octavo título grande en una final para el diván de los psicólogos. Dos espectadores invaden la central del Abierto de Australia con 7-6 y 4-3, y todo cambia. Inmediatamente, ocho guardias de seguridad rodean a los tenistas con la pesadilla del apuñalamiento de Monica Seles en el recuerdo (1993). Los manifestantes, que también piden una Australia más abierta a acoger refugiados con pancartas en la grada, son desalojados entre abucheos, y se reanuda el pulso, hasta entonces dominado por el número uno. Murray, hasta ese momento cabizbajo y superado por la responsabilidad, iguala un partido extremadamente equilibrado en los datos, y aprieta al serbio. Nole, sin embargo, celebra 7-6, 6-7, 6-3 y 6-0 un quinto título australiano de récord... porque al británico, más fresco, más rápido y más fuerte, le entra un ataque de vértigo cada vez que se siente cerca de la victoria.
Porque solo el miedo, la tensión y el estrés explican que con 4-2 en el tie-break de la primera manga pierda el parcial, entregado en bandeja con una miríada de errores que incluye una volea franca en 5-5. Solo el terror a la derrota, además de las pulsaciones desbocadas por la posibilidad del triunfo, pueden ayudar a entender que un tenista de su calidad desperdicie break de ventaja en el arranque de la segunda y que luego mande fuera un facilísimo pasante de revés en su primera bola de set. Solo esa mala gestión de los diálogos internos, que tanto marcan en un deporte individual, resume por qué Murray cae en la tercera manga, donde se adelanta 2-0, y por qué va por detrás en un encuentro en el que Djokovic es atendido por el fisioterapeuta de una herida en la mano derecha, para luego moverse con la descoordinación y las caídas de un poseído por el baile de San Vito. Cuando falla una bola de break con 3-4 en el tercer pacial, desaparece. No vuelve a ganar un juego.
Se compite entre un frio otoñal, al que acompañan los mordiscos del viento. A Murray le cuesta una barbaridad desbordar al favorito, que se agarra a la línea de fondo y reparte el juego sin verse exigido por los tiros del aspirante. Algo, en cualquier caso, no marcha en la esquina del serbio, que llega al encuentro decisivo impulsado por el trampolín de cuatro victorias seguidas frente a su contrario. Pese a que domina claramente la estadística que decide los partidos entre los mejores, que es la de los puntos ganados sobre segundo saque (66%), su actuación carece de la consistencia que le distingue. Primero tiene que neutralizar tres bolas de break. Luego, justo cuando saca por la primera manga, pierde la rotura que tiene de ventaja. Siempre va por detrás en el desempate, hasta que Murray se descompone.
El partido ha consumido ya 1h 12m solo en la primera escaramuza. Para ganar la guerra el horizonte ya está puesto en más de cuatro horas, y eso para Djokovic debería ser demasiado. Compite con un día menos de descanso que Murray. Tras apurar los cinco sets en semifinales contra Stan Wawrinka. Sin dejar en ningún momento la sensación de que le sobren piernas, al contrario que a su rival, que parece desplazarse sobre ruedas. Para Murray es un regalo que los dos primeros sets descuenten la barbaridad de 2h 32m. Más cuando se pone por delante en la tercera.
Pero ahí se le viene el mundo encima. Se derrota a sí mismo. No hace falta siquiera un Djokovic brillante. Basta con un Djokovic sólido, que recolecta irremediablemente un error tras otro. A Murray, falto de agresividad en el planteamiento, se le nubla la vista. Falla pelotas a media pista impropias de su alcurnia. Compite con el brazo encogido, la garganta anudada y el cerebro estresado. Pierde. Deja escapar una oportunidad única de ganar su tercer grande. El premio es para Djokovic, que gana el octavo. Un título sin brillo, ganado con oficio, sudor y desdoros del contrario.
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