“Jerez ya no es Jerez”
La carrera se convierte en una fiesta para más de 50.000 motoristas que añoran, como los comerciantes, tiempos mejores
“Jerez ya no es Jerez”. Lo musitaban motoristas, hosteleros y turistas durante la noche del viernes. A pesar del lleno casi absoluto en los hoteles. A pesar de las casi 50.000 motos que han llegado. A pesar de que ayer por la mañana fue nombrada capital Mundial del Motor en 2015 por la Federación de Motociclismo Internacional. “Falta algo en el ambiente, en la calle, en las playas más próximas…”, repetían. Aun así, el tráfico por la ciudad era complicado en coche. A dos ruedas, la libertad total para moverse. El Gran Premio se ha convertido este año en el toque de cornetín de más de 130.000 enamorados de este vehículo que se instalan en la capital del sherry. Y los alrededores.
A 30 kilómetros, El Puerto de Santa María, que ruge a última hora de la tarde del viernes en la Ribera del Marisco, junto al río Guadalete. Varios cuerpos se apoyan contra las vallas que el Ayuntamiento ha colocado para que los moteros hagan su paseíllo. Continuo desde el jueves y hasta hoy. Casi 24 horas al día.
“No te cansas. Esta es la mejor fiesta del año”, dice Juan Antonio Franco, de 28 años. Un jerezano que cumple su ritual cada año desde que sopló las velas de los 18. “Mis amigos vienen de Málaga, me uno a ellos en Jerez y venimos a dar una vuelta por el Puerto de Santa María. Quien viene a Jerez viene al Puerto, aunque ya no es como antes”, asegura con un chasquido de lengua.
A pesar de los cientos de personas que recorren una y otra vez las zonas delimitadas para el desfile de motos, “la cosa ha bajado mucho. Sobre todo por la prohibición que hubo durante unos años de no dejar pasar a las motos al centro”, cuenta Eduardo Ciria, que casi llega a la cincuentena y trabaja en uno de los bares de la plaza del Polvorista. Tiene la terraza ordenada y limpia. Vacía. “Antes podíamos hacer unos 7.000 euros en estos días. Ahora pasan por poco los 1.000”.
A unas decenas de metros, Romerijo tiene todas las mesas completas. Es una marisquería que puede alcanzar los 50.000 euros de caja “si el fin de semana se porta bien”, cuenta un trabajador. Dentro, la pantalla de los números para los clientes cambia cada 20 segundos. Camarones a 32 euros el kilo. Cangrejo rey a 78. Gamba súper por 92. Los treintañeros David Martínez y Susana Cervera están decidiendo si bogavantes o cigalas con el casco bajo el brazo. Han llegado de Valencia tras nueve horas de viaje. “Durante el trayecto solo piensas en llegar”, cuenta Martínez con una sonrisa incontenible. Es su primera vez. “Llevo soñando con venir toda mi vida”. Cervera, a su lado, cabecea: “Si sigue hablando, llora. Está emocionadísimo por estar aquí”.
A escasos metros las motos siguen pasando. Se mezcla el olor del humo con el de los langostinos. A nadie le importa. Desde las mesas se pide más: “Dale niño dale, dale gas”. Y un motorista enfundado de blanco sobre una Kawasaki negra da gas.
No es el único. Vespas, yamahas, harleys, scooters... ruedan en fila bajo la supervisión de centenares de policías, locales y nacionales, y bajo los gritos del público: “¡Quema rueda!”, “¡Levántala!” “¡Ruge!”. La mayoría lo hace. Cuanto mayor es el ruido, más vivos los aplausos. Y viceversa. De repente una ola de carcajadas y ovaciones se produce en cadena: es uno de los cuidadores de los parking de entrada a la ciudad. Enfundado en un chaleco reflectante y dando pedales a una bici cochambrosa, hace caballitos a no más de un palmo del suelo por el vallado de la avenida de Micaela Aramburu. Es el más vitoreado por turistas, motoristas sin moto y vecinos, que sonríen mientras se mezclan en la noche. “Que no acaba nunca en esta zona. Porque en otras calles casi ni se nota que son los días de las motos. Los que se cansan la aparcan y se meten a los pubs de aquí, de la zona de la Ribera del Marisco, hasta pasadas las siete de la mañana. Y los que no se quedan enfilan para Jerez. No tienen hartura”, bromea pasada la medianoche un camarero de la estrecha calle Jesús de los Milagros, repleta de moteros.
“Antes hacíamos 7.000 euros. Ahora rondan los 1.000”, dice un camarero
Algunos de ellos tienen prevista su siguiente parada: la avenida Alcalde Álvaro Domecq de Jerez. A las 2.30 la amplia avenida está ocupada por hasta tres filas de motos que bordean la calzada. En las aceras unos cuantos cientos de personas hacen botellón mientras bombardean con los flashes de sus móviles a los motoristas. El desfile por esta avenida, por la de Lola Flores, Arcos y Europa, son la única señal de que es el fin de semana de las dos ruedas.
A Iván Gómez no le hacen falta recordatorios. Tiene 22 años y es su quinto año “de bajada”. Llegó el miércoles desde Santander: nueve horas de ruta por la autovía de la Plata. “Los controles de la Policía y la Guardia Civil nos tienen atados, ya no podemos hacer nada”, dice mientras quema rueda con la moto aparcada, “me he traído dos de repuesto para poder fundir un par de ellas”.
La seguridad copa los puntos de mayor movimiento y los más susceptibles de convertirse en lugar de competiciones de velocidad y otras infracciones. Las multas van desde 200 hasta 600 euros y se pueden perder hasta seis puntos de carnet.
Radares, controles de alcoholemia y droga, vehículos camuflados, helicópteros y más de 4.000 efectivos de distintas administraciones se han desplegado, desde el jueves y hasta hoy, para cubrir la llamada motera que se extiende desde Jerez a municipios próximos como Rota o Sanlúcar de Barrameda. Un dispositivo que se ha ido reforzando desde 2009, cuando volvió a abrirse el centro de Jerez a los moteros tras dos años de cierre que valieron las criticas de asociaciones de comerciantes y motoristas. Y que este año surtió efecto. A las 18.30 de ayer no había registrada ninguna víctima mortal y los accidentes habían sido leves, según fuentes municipales.
Los concentrados el viernes por la noche en la localidad comentaban al paso de los coches y furgones policiales: “No pegáis en este desfile, lo estáis estropeando”. Un grupo de treintañeros llegados desde Madrid, Galicia, Extremadura, Asturias y Ávila asegura que “quizá en algunos puntos el control es excesivo”. “Pero nosotros, por si acaso los cumplimos”, añade. Han dejado sus motos aparcadas y solo al día siguiente volverán a cogerlas: “Esta noche vamos a beber, no somos gilipollas ni irresponsables”.
“No es lo caro, es porque nos atan de pies y manos”, dice un motero vasco
Al otro lado de la calle un grupo de jóvenes deja lo que ha sobrado del botellón al lado de un contenedor al que no le cabe una bolsa más y se preparan para arrancar sus motos. Al lado, el jerezano Vicente Ibáñez “pasa” de cogerla, pero no puede evitar volver cada cinco minutos haciendo un corto y encendido. “Así le llamamos a hacer petardear la moto”, explica mientras del tubo de escape salen pequeñas llamaradas y unas cuantas decenas de brazos le siguen el ritmo como si fuera una orquesta. Tiene 23 años y asegura que aunque se juntasen en uno solo todos los fines de semana de ferias y fiestas, no superarían este: “Es mi fin de semana, el mío y el de mucho. Aunque haya bajado un poco sigue siendo el finde en mayúsculas. Jerez se pone demasiado bien, muy loca”.
Móviles en alto para grabar, neveras llenas de hielo y cervezas, altavoces a pilas enchufados a algún teléfono y gente que aparece y desaparece por las esquinas para “hacer pis y lo que surja”, se ríe una jerezana mientras termina de subirse la falda. Justo detrás de ella, en la esquina con la calle de José Cádiz Salvatierra un grupo que ha estado bebiendo unas cuantas docenas de cervezas sin alcohol se colocan los cascos y se reparten en tres motos. La noche ha terminado para ellos, son las 3.30 y se van al camping.
Una carretera apenas iluminada lleva por el noreste de la ciudad hasta la explanada donde se ubica el camping oficial del gran premio y el parking gratuito más cercano al circuito, a unas cuantas decenas de metros. 11 kilómetros por los que apenas hay circulación. En el aparcamiento una veintena de personas alrededor de dos motoristas disfrazados y dos coches tuneados de tubos fosforescentes con los capós abiertos y 12 altavoces en línea son la única interrupción al silencio casi absoluto. Unas cuantas tiendas de campaña y algún coche tienen aún pequeños grupos que charlan en sillas plegables.
A 100 metros Luis Machuca pone un whisky y tres cervezas sobre la barra del restaurante del camping. “Estamos casi 24 horas abiertos y hoy no ha estado mal” dice sin mucha convicción. “Ha habido años mejores. Todo empieza a estar demasiado regulado. Porque por los precios no será… 1,5 los refrescos, 4,00 los cubatas y 3,00 euros el bocadillo”.
“No es por lo caro no… es porque de repente los motoristas son un peligro y nos atan de pies y manos”, dice Aitor Monterola, de casi 50 años, sentado a la única mesa ocupada de las casi 30 bajo la carpa del restaurante. Viene desde San Sebastián desde 1987, solo han faltado a las últimas dos convocatorias por culpa de la crisis. “Ya no es lo que era. Hace unos años aquí no podríamos estar hablando. Estaría todo hasta la boca. Era impresionante”. Asegura que aunque ciertas actividades como las carreras ilegales que se montaban era peligrosas, “también eran vida. Lo bonito. Y no había tanto miedo como ahora a que te pillasen y te vaciasen el bolsillo. Arriésgate ahora…”. Llevan siete horas sentados, bebiendo cerveza y comiendo tapas, porque no se atreven a salir del recinto por miedo a una multa.
Asociaciones de vecinos de la ciudad aseguran que no es que haya menos gente, “sino que los locos que se jugaban la vida ahora se lo piensan porque la vigilancia es mayor; y los que aún lo hacen se han desviado a la zona sur de Jerez y a los polígonos industriales”. Fuentes municipales prevén que los datos que se facilitarán a última hora de hoy domingo “sean los mejores de los últimos siete años con respecto a lo que asistencia se refiere”.
A Monterola no se lo parece, se acaricia el mentón y repite con cierta añoranza que “Jerez ya no es el Jerez que conocíamos”. La noche anterior los tres amigos se quedan recordando batallas de otros tiempos. Son las 6.42. La música de los coches aún sigue. El resto duerme.
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