“El miedo te genera adicción”
Con 300.000 millas a sus espaldas y nueve Vueltas al Mundo en su expediente, el navegante barcelonés Guillermo Altadill es una eminencia del mar ● Repasa su trayectoria para EL PAÍS
Es una institución del mar. Una gran parte de su vida ha transcurrido a flote, pero él prefiere conservar los pies en el suelo y la cabeza sobre los hombros. “Los amigos me tratan de tú, los enemigos de usted y los que me intentan vender algo, de Don. Afortunadamente, oigo casi siempre el tú”, detalla Guillermo Altadill (Barcelona, 1962), navegante de raza, aventurero en esencia. Una eminencia oceánica. Con 300.000 millas en la buchaca y nueve Vueltas al Mundo en su hoja de servicios –seis de ellas terminadas, en dos ocasiones como vencedor y en otras dos en el segundo peldaño del podio–, su trayectoria está salpicada por hazañas y la belleza de lo ordinario. “Los mares y los océanos por sí solos son monótonos. Solo ves agua y cielo”, describe; “pero si los combinas con sitios hermosos de tierra es otra cosa”.
A veces, el mar parece el infierno, pero si esto es el infierno, prefiero estar así que en una cola de coches un domingo"
Iniciado por su padre en el mundillo de los barcos y las regatas, el agua ha supuesto una escuela de aprendizaje maravillosa para él. Allí, entre salitre, olas y humedad, entre el vértigo y la adrenalina que producen la navegación, descubrió la solidaridad, el poder del instinto. Y también el miedo. Su aliado. “Tiene dos cosas buenas. Una, que te acostumbras a vivir con él. La segunda, que te hace estar alerta y evitar ser un inconsciente. Soy de la opinión que te haces adicto a tenerlo e incluso a veces lo añoras. Es como asomarte a un precipicio: no te quieres caer, pero no puedes reprimir las ganas de asomarte”, dice al rebobinar y echar un vistazo atrás, rememorando episodios de todos los colores; “a veces, el mar parece el infierno: la noche negra, las olas gigantes y desordenadas, la gente gritando para poder entenderse en medio del ruido aullante del viento y el flameo de las velas. Pero, chico, si esto es el infierno, prefiero estar así que en una cola de coches un domingo por la tarde. Yo he elegido mi infierno y me gusta”.
A sus 51 años, Altadill ha sido un testigo privilegiado de la transformación de la vela. “En 1989 corrí mi primera Vuelta al Mundo y el sistema GPS solo existía para usos militares. Hoy mi hijo pequeño juega con un GPS en el móvil. El carbono justo empezaba a aplicarse en la construcción de barcos y hoy día se hacen bicicletas de paseo con él. Hoy día puedo ver a mi familia desde el punto más lejano de la tierra en directo”. Entonces: ¿Ha perdido romanticismo? “Si no fuera porque las olas, el viento y el océano son los mismos que antes, no tendría ningún mérito hacer nada de lo que hago. Ahora es un deporte más tecnológico, pero como todos los demás”, matiza. Los códigos sobre la embarcación, sin embargo, siguen siendo los mismos: “La disciplina y el trato son de tipo militar porque es la única forma de que no se degraden el respeto y las responsabilidades. Eso sí, te vuelves más primitivo, como en cuestiones de higiene. Tampoco nadie te recriminará un gran eructo, pero sí que llegues tres minutos tarde”.
En un barco nadie te recriminará un eructo, pero sí que llegues tres minutos tarde"
Entre todos los escollos a los que ha tenido que plantar cara, sobresale un nombre: el Cabo de Hornos. “Hace cientos de años, era el más temido por los marineros. Allí, cuando se pone la cosa cruda, te cagas encima. Cuando lo superas por primera vez, respiras hondo y te dices: ‘bueno, ya está. Todo será más fácil’. Yo lo he pasado seis veces”. Allí, en medio de las aguas envenenadas y las sacudidas del océano, Altadill cometió un pecado en la Volvo Ocean Race 2005-2006: “Antiguamente, se decía que el timonel no debe mirar atrás si se pone la cosa fea porque corre el riesgo de bloquearse. Un compañero me dijo: ‘¡Guillermo, no mires atrás porque si ves la que se está formando te vas a cagar!’. Yo, lo primero que hice, fue mirar atrás. Después le contesté: ‘He visto tu esquela en una de esas olas, así que no me distraigas!”.
En etapas de la Vuelta al Mundo, el peaje físico es más que considerable. El insomnio, la comida liofilizada y la exposición a los elementos pasan factura. “En la competición sin escalas puedes llegar a perder hasta 10 kilos. El tema físico es importante, pero el psíquico es brutal. Lo que dejas en tierra no lo puedes pagar con dinero”. Pese a ello, el mar tiene un efecto hipnótico para él. “Es mi forma de vida”, cuenta este hombre al que le queda la espina de no haber podido engarzarse al cuello una medalla olímpica –ha participado como regatista y como entrenador–, se desenvuelve con pericia en la escritura y tiene un punto artístico que tiene un origen rocambolesco: “Lo de pintar empezó porque tenía una pared vacía y solo tenía unos recortes de velas en las manos, así que hice unos collages con pinturas y unos tejidos de velas. Me relaja, pero dibujo muy mal. Un pintor que no sabe dibujar no es un buen pintor, así que me toca seguir navegando”.
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