Toni Cerdá, un hombre en el velódromo
Lo fue todo en el deporte, desde corredor a entrenador, pasando por piloto de ciclismo tras moto
En la memoria de Joan Llaneras, la figura de Toni Cerdá Torongí, oronda, inmensa, un círculo, era una presencia constante en el velódromo de Algaida (Mallorca), a pie de pista. “Iba allí desde que tenía 10 años”, recuerda el campeón olímpico de ciclismo en pista. “Hacía de todo, carretera, mountain bike, piñón fijo... Y cuando iba al velódromo siempre estaba allí Toni”. Y después, todos al Can Demoni, enfrente de la pista, a admirar al mesonero que se exhibía bebiendo del porrón dejando aterrizar el chorrito en su frente.
Era la Mallorca del ciclismo de los años cincuenta y sesenta, y Toni Cerdá, que falleció el pasado martes a los 68 años, era parte del paisaje. Y no solo estaba allí, estaba en cualquier lugar en el que oliera a bicicleta, y haciendo de todo, un hombre de la vieja escuela. Heredero de Guillém Timoner, el mítico pluricampeón mundial; coetáneo de Julià, Fullana y Adrover. Maestro de Caldentey y muchos más. Cerdá fue ciclista de pista y de carretera, entrenador y piloto de la moto tras la que los ciclistas daban vueltas incansables en el velódromo de cemento, seleccionador nacional de pista, masajista, preparador —y como tal salió a la pista de madera de Camerún del velódromo de Barcelona 92 acompañando a la salida del kilómetro a José Manuel Moreno, el primer medallista de oro español aquellos Juegos— y, su último cometido, hasta pocos días antes de morir, chófer de los comisarios en la Challenge de Mallorca.
Aunque ganó alguna carrera en carretera, donde corrió a finales de los años sesenta con el maillot blanco y azul del Werner, una marca de televisores, como ciclista, Cerdá fue sobre todo un stayer, un rey del medio fondo tras moto. Amalio Hortelano, otro trotamundos de la época, solo cuatro años mayor, le recuerda “fino como una espátula”, a 70 por hora, ganando una medalla de bronce en el Mundial de Leicester. “El mediofondo tras moto murió porque todo quedaba finalmente en manos de los motoristas, que formaban su pequeña mafia y si no les pagabas lo suficiente o si alguien les pagaba más te podían hacer perder perfectamente”, dice Amalio, que sigue recordando al mejor Cerdá en el velódromo del Tirador (del que solo quedan en pie un peralte y una recta), perfectamente acoplado en su bici (la rueda delantera de menor diámetro que la trasera, la horquilla invertida para no salir rebotada del rulo trasero de la moto), el sudor de su frente cayendo en la espalda del motorista. “Esa era la señal de que te llevaban a la perfección”, dice Hortelano. “Si ibas bien era como ir tras un camión que te aspiraba en su rebufo. Si el motorista te quería mal te llevaba a tirones, te dejaba cara al aire, te mataba”. Las motos eran también un objeto de otra época, como animales antediluvianos, monstruosas. “La transmisión era una cinta de cuero, y era así porque si el motor se paraba, la cinta se salía y la moto seguía por inercia”, dice. “Eran motores de dos cilindros en V, con escape libre, que se iba por los lados para no atufar al ciclista, y de ellas salía una llama que iluminaba las veladas nocturnas”.
Ese mundo murió mucho antes que Cerdá, quien participó en la transformación del ciclismo en pista hacia su modernidad. “Y tras pasar por un bache muy grande, el ciclismo en pista ha vuelto a revivir”, dice Llaneras, quien ha heredado en cierta forma el trabajo de Cerdá, la misión de envenenar a los chavales con el piñón fijo. “Cada vez vienen más niños al centro del velódromo del Palma Arena”.
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