Un tenista contra el Apartheid
A los 20 años de su muerte por una neumonía consecuencia del sida, se subastan las posesiones de Arthur Ashe, el primer negro en ganar un grande: desde sus trofeos al pasaporte con el que entró en Sudáfrica para denunciar el racismo
El sida llegó al cuerpo de Arthur Ashe (1943-1993) a través de una transfusión sanguínea durante una operación. Su madre murió en un quirófano cuando él tenía 6 años. Sin embargo, nada, ni siquiera eso, marcó tanto su existencia como el color de su piel: “Lo más duro a lo que he tenido que enfrentarme en la vida es a ser negro en esta sociedad”, dijo el tenista, despreciando el virus que le llevaría a la muerte tal día como hoy hace 20 años. Siempre a contracorriente, contracultural con raqueta y sin ella, los objetos que retratan una vida intensa sobre la pista (número uno mundial, ganador de tres grandes a finales de los sesenta y mediados de los setenta) y excepcionalmente politizada fuera de ella salen ahora a subasta con el objetivo de recaudar medio millón de dólares para su Fundación. Ashe se distinguió por su lucha en favor de la igualdad de derechos entre negros y blancos, convertida en una obsesión que pobló sus diarios, sus discursos y hasta su pasaporte, ahora también en venta. Empeñado en presionar públicamente al régimen racista sudafricano, pidió y volvió a pedir un visado hasta que consiguió entrar en el país y se convirtió en el primer negro que jugaba en el Apartheid.
“En el momento álgido de su carrera, justo cuando Laver y su generación iban desapareciendo, justo antes de que surgieran Connors y los tenistas de la suya, Arthur Ashe entendió que el deporte puede ser una gran plataforma para hacer el bien, y la utilizó muy eficazmente”, cuenta por teléfono Eric Hall, historiador de la Universidad de Georgia Southern y autor de The greater game: Arthur Ashe, apartheid and civil rights activism. “Era una persona que pensaba antes de hablar, uno de los atletas más inteligentes, más leídos y mejor preparados que uno pueda encontrarse. Siempre creyó en los beneficios del debate y el intercambio de ideas, nunca le asustó hablar para audiencias previsiblemente hostiles a sus ideas, y en general fue un hombre de buen carácter, cuidadoso con lo que decía, y moderado”.
Ashe vivió en los tiempos del movimiento de los derechos civiles de Martin Luther King y el Black Power radical de baloncestistas como Bill Russel. “Acabó atrapado en el medio”, resume Hall; “en el centro del espectro. No fue un radical y luchó contra la injusticia”. Fue un fino analista con la raqueta y sin ella. Un hombre capaz de medir con exactitud sus fuerzas y las de su contrario para actuar en consecuencia. En 1975, enfrentado al joven Jimmy Jimbo Connors en la final de Wimbledon, dio una lección de estrategia: al ver que su contrario de 22 años llegaba a la final a lomos de un golpe casi recién inventado, el revés a dos manos, conquistó el título a los 31 y con saques cortados y abiertos, que precisamente castigaban la mala cobertura a lo ancho del nuevo tiro. Igualmente, durante casi una década de lucha contra el apartheid, también prefirió adaptarse para ganar a perder luchando solo con sus armas: pese a las críticas del ala más radical del Black Power, que acabó apodándole Uncle Tom, como el servil personaje literario, tendió puentes con las autoridades blancas sudafricanas, intentando mejorar las condiciones de vida de los negros del país.
Entre 1969 y 1973, Sudáfrica le negó tres veces la entrada a Ashe. El tenista reaccionó sin prisa pero sin pausa: se presentó en el consulado neoyorquino de Sudáfrica para que las cámaras presenciaran cómo le negaban el visado; negoció entre bambalinas; habló frente al Congreso estadounidense y la ONU reclamando que se desinvirtiera en el país y se tomaran medidas para provocar un cambio que acabara con el régimen racista. “Nunca”, cuenta Hall; “siguió la tendencia de todos esos deportistas que se negaron a jugar allí. Siempre pensó que estando en el país, hablando con la gente, mediante el diálogo, podría hacer más bien que al contrario”.
Ashe acabó jugando en Sudáfrica. Nunca ganó el torneo, pero consiguió otras victorias: logró que el Gobierno no hiciera distingos según la piel en las gradas de sus partidos, aunque el público no llegó a mezclarse; se entrevistó con periodistas negros; y abrió una academia en Soweto que hoy sigue funcionando tras sufrir un lastimoso abandono. “Supe que no podría perdonarme haber elegido vivir sin un propósito humano, sin intentar ayudar a los pobres y los desafortunados, sin reconocer que quizás la mayor felicidad en la vida llega al ayudar a otros”, dijo antes de su muerte, sobrevenida con una neumonía contraída como consecuencia de lo devastadas que habían quedado sus defensas por el sida. A sus espaldas dejó una vida de servicio a los demás resumida en una frase: “El verdadero heroísmo es marcadamente sobrio, muy poco dramático. No es adelantar a todos a cualquier precio, sino la necesidad de servir a todos a cualquier precio”.
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