La sinfonía acaba en bronca
Valverde, bronce tras un gran trabajo español roto al final por un ataque de Gilbert, oro, que provocó un cisma entre el murciano y Freire
Y, al final, en el último movimiento, en un scherzo atacado con poca gracia, como en un desencuentro, sonó la nota desafinada.
Los monumentos son de bronce, dicen, como de bronce fue la medalla que se colgó del cuello Alejandro Valverde con un ataque a destiempo, polémico y desacompasado, broche poco brillante para un trabajo orquestal perfecto de su selección, la española, que marcó el ritmo del Mundial, en unas fases allegro, en otras andante. Un trabajo de oro. Un trabajo chafado por las recriminaciones, acusaciones de traición, de alianzas rotas. Sangre española para adornar la victoria, tantas veces dilatada, el arcoíris del gran favorito, el belga Philippe Gilbert, quien alucinó a la concurrencia como en sus buenos tiempos, con un solo de trompeta triunfal en los dos últimos kilómetros: un ataque en tromba en el Cauberg, antes incluso de llegar al puente que marca el punto ideal para demarrar, una fuerza sostenida en el último kilómetro y medio, sin mirar atrás porque azotaba el viento a su espalda llevándolo en volandas.
Aprovechó Gilbert el endurecimiento de la carrera procurado por la agresividad española, siempre al ataque, que descolocó finalmente a su rival más temido, su compañero flamenco Tom Boonen. Temía Gilbert, el valón que ganaba todas las clásicas en 2011 y que hasta la Vuelta no resucitó en 2012, al kilómetro final, al falso llano tan traicionero siempre que prolongaba la última pendiente del Cauberg, pero la traición no se escondía allí.
Valverde me ha dejado tirado”, queja de Freire, que terminó décimo en su último campeonato
“Valverde me ha dejado tirado”, dijo Freire, que terminó décimo en su último Mundial (su octavo top ten en sus 12 Mundiales, su prueba), en la última carrera de su vida. “Habíamos decidido que nos la íbamos a jugar en el sprint conmigo y que todos me guiarían. Algunos lo hicieron hasta que pudieron. Otros no lo hicieron por falta de fuerzas. Pero Valverde se fue a buscar a Gilbert y se olvidó de mí y de su compromiso. Y yo estaba bien. Podía haber ganado”.
Lo que podría haber sido el cuarto Mundial, un récord, de Freire, se convirtió en el cuarto podio de Valverde (segundo en 2003 y 2005, tercero también en 2006), lo que es menos glorioso. “Pero tenía que haber ganado yo”, dijo el murciano; “tenía que haberme ido con Gilbert cuando atacó porque iba delante, con él, pero me quedé esperando a Freire, pues era lo decidido. Y en eso estaba cuando vi que atacaba Kolobnev y también Boasson Hagen. Entonces decidí jugármela yo para conseguir la plata, pues la victoria ya era imposible”. También la plata, pues el noruego Boasson Hagen le superó con facilidad en la última recta.
La indecisión, la duda (ni fue fiel hasta el final ni traicionó con convencimiento y sin temblarle el pulso) fue fatal para Valverde, que estaba en magnífica forma. “Yo no le habría aguantado un mano a mano”, dijo Purito Rodríguez, uno que se ha batido el cobre los últimos años con el belga, también turbopropulsado en los repechos, y que no apareció por el final; “pero quizás Valverde sí, aunque todos sabíamos que trabajábamos para Óscar”.
Poco más de dos minutos duró el desconcierto fatal. Poco más de seis horas velocísimas, a más de 43 kilómetros de media, duró el concierto afinado, la sinfonía española, que fluyó ligera de la batuta del director en el coche, José Luis de Santos, gracias a algunos magníficos intérpretes, solistas generosos y espléndidos, entrando cada uno en el momento indicado para construir la misma táctica de los Juegos Olímpicos de Londres, el sello español: acumulación de efectivos en las escapadas, ritmo frenético, los demás siempre a contrapié. Viejos intérpretes como Pablo Lastras, quien entró en la primera fuga del día y quien, tras terminar su trabajo, se dio el gusto de dar una vuelta más al circuito, una vuelta a su ritmo pausado para disfrutar del paisaje, para respirar el ambiente; o como Juan Antonio Flecha, a quien el corazón y el alma se le ensanchan cuando se encuentra con sus queridos muros, como el Cauberg, en el que organizó el segundo corte del día para fusionarse con el de Lastras, que se siente feliz como una perdiz en los páramos y el viento gris, y con molinos holandeses de fondo, y con su bicicleta; o solistas figuras, como Alberto Contador, el ganador de la Vuelta, cuyos ataques en el Cauberg para forjar la tercera fuga, también fusionada con las dos anteriores, levantaban gritos de expectación y de desesperación entre la afición. O como Samuel Sánchez, el último que auxilió a Freire, antes de la nota desafinada.
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