Cuando EE UU no se fiaba de la comida española
España descubrió el tenis gracias al triunfo de 1965 sobre los norteamericanos en Barcelona
Para agosto de 1965, Manuel Santana había ganado dos veces Roland Garros y en España nadie le habría conocido por la calle. El tenis era estrictamente lo que entonces se llamaba un deporte de ricosy ricos había muy pocos y no se juntaban con los demás. Se reunían en sus clubes, donde se sabía que jugaban a una cosa que se llamaba tenis, eso era todo. El resto del país se interesaba por el fútbol, el boxeo y durante el mes de julio por el Tour de Francia. Algo se empezaba a saber del baloncesto gracias al Real Madrid de Pedro Ferrándiz y Emiliano y a la televisión, que empezaba a aparecer en las casas de la clase media.
El tedio de agosto (poca gente veraneaba entonces; yo, desde luego, no lo hacía) se vio sacudido por una ofensa repentina que nos llegaba del equipo estadounidense de la Copa Davis. Nos enteramos casi al tiempo de la ofensa y de que existía algo que se llamaba la Copa Davis y que equivalía a un campeonato de selecciones nacionales de tenis. Resulta que los norteamericanos venían a jugar a Barcelona contra España y habían anunciado que se traían su propia comida, envasada, y que solo beberían de botellas que vieran abrirse previamente ante sus ojos porque dudaban de las condiciones de salubridad de nuestros alimentos y nuestras bebidas.
¡La que se armó!
Santana ya había ganado dos veces Roland Garros, pero nadie le habría reconocido por la calle
Pocas veces he visto tan indignada a la tribu. En mi familia, al ser mi madre y sus hermanas barcelonesas, la ofensa era mayor, puesto que los partidos se iban a jugar en Barcelona. “¡Qué sabrán los americanos de comer si comen en la cocina en lugar de comer en el comedor, como Dios manda, y comen esos perritos calientes que no deben de saber a nada!”. Porque entonces eso de comer en la cocina no había calado entre nosotros. En realidad, los chicos, los hombres, nunca entrábamos en la cocina salvo para una cosa muy rápida como coger un vaso de agua y salir pitando.
Comían perritos calientes, los comían en la cocina y pretendían hacer de menos nuestra comida. Aquello provocó un interés brusco por ese deporte que nos iba a ofrecer la tele, el nuevo ingenio que empezaba a extenderse. Un tío mío, de situación algo más desahogada que el resto, ya la tenía (en mi casa no entraría hasta 1968). Y allí nos juntamos todo el clan (unos 15, calculo, entre adultos y chicos) con la esperanza de que nuestros jugadores se cobraran la venganza que el caso exigía. Y, sí, se la cobraron.
Gisbert, un genio discontinuo, abrió el duelo ganando contra pronóstico a su número uno, Ralston
Fue un fin de semana provechoso porque España conoció un deporte magnífico del que antes se desconocía todo. Todo era nuevo. Todos, de blanco impecable; el silencio estricto entre el público del Club de Tenis Barcelona, la manera de contar los tantos (15-30-40, ¿por qué 40 y no 45?), ventaja al saque, ventaja al resto, deuce… Íbamos aprendiendo sobre la marcha, desde la voz de Juan José Castillo (“entró, entró, la volea del español”). En poco tiempo hubo que aprender drive, volea, revés, lob, passing shot, volea de revés, subir a la red… Cada rato cambiaban de lado y al final supimos por qué. Unos a otros, extrayendo conclusiones de la lógica y de lo que decía Castillo, nos fuimos ayudando a resolver el teorema.
Y fue magnífico, tengo que decirlo. Una de esas cosas que empiezan bien para acabar estupendamente. Abrieron plaza el número dos español, Gisbert, y el uno norteamericano, Ralston, con lo que dábamos ese partido por perdido, según el superior criterio de Castillo. Se trataba en realidad de que Santana y Gisbert ganaran al número dos de ellos y luego ver qué pasaba en el dobles y en el choque entre los números uno. Pero Gisbert, del que se nos fue aclarando sobre la marcha que era un genio discontinuo “capaz de lo mejor y lo peor”, de excelsa calidad pero moral frágil, se vino arriba y ganó por 3-6, 8-6, 6-1 y 6-3 y juro que en casa de mis tíos nunca se habían oído ni se volverían a oír gritos igual. Luego, Santana, con un tenis de seda que devolvió la paz poco a poco a nuestro sistema nervioso, despachó a Froehling por 6-1, 6-4 y 6-4. Así que dos a cero y al hotel, a abrir vuestra asquerosa comida enlatada, arrogantes yanquis.
Tras anotarse Wimbledon en 1966, Franco le convocó para un partido de exhibición con Arilla en El Pardo
El día siguiente, dobles. Ahí comprobamos que, en efecto, los pasillos laterales de la pista tenían su razón de ser. Hubo que aprender nuevas ecuaciones sobre cómo va rotando el saque (creo recordar que eso lo aprendió sobre la marcha el propio Castillo porque algún renuncio tuvo) y vivimos nuevas tremendas emociones. Santana tenía de compañero a Arilla, Ralston hacía pareja con un tal Grabner que portaba unas gafas como las de Clark Kent cuando no hace de Supermán. Empezamos perdiendo dos a cero, pero, al final, Santana y Lis Arilla, como le llamaba Castillo con familiaridad, acabaron por dar la vuelta al partido: 4-6, 3-6, 6-3, 6-4 y 11-9. El último set consumió una hora de tensión traducida en apoteosis. La última jornada ya fue innecesaria. Gisbert ganó a Froehling y el quinto partido Santana se lo cedió al cuarto jugador del equipo, Couder, al que ganó Ralston.
Ese fue el único punto que se llevaron. Al Club de Tenis Barcelona llegó al término del glorioso partido de dobles un telegrama del Invicto Caudillo: “Desde la mar, a bordo del Azor, donde hemos asistido a la grandiosa victoria del equipo español de tenis, le envío entusiasta felicitación para los jugadores por tan grandiosa hazaña deportiva. Firmado, Francisco Franco”.
Al día siguiente se agotaron las raquetas en las pocas tiendas de deportes que las servían. En los parques se buscaban árboles a distancia adecuada para tender entre ellos una cuerda, de la que se hacían colgar periódicos apoyados en su doblez natural para completar el efecto de red. Pronto hubo quienes discutían acaloradamente sobre la calidad de las raquetas, sobre si eran mejores las Slazenger o las Dunlop.
El Madrid fichó a Santana no porque tuviera equipo de tenis, sino simplemente para que llevara el escudo del club y hacer bandera de él. Y así, con el escudo del Madrid, ganó al año siguiente Wimbledon en una final precisamente contra Ralston. ¡Así pudimos ver el partido que había quedado pendiente y en nuestro imaginario convertimos el 4-1 en un 5-0! Franco convocó entonces a Santana y Arilla a jugar un partido de exhibición en El Pardo para sus ministros y más selectos enchufados. A Santana la ocurrencia le pilló jugando en Bastad, en Suiza, de donde fue llamado de urgencia por Raimundo Saporta, vicepresidente del Madrid. Saporta se encargó de dar explicaciones y de compensar a los organizadores del torneo y le preparó el viaje.
Los estadounidenses se trajeron, envasados, sus propios alimentos, lo que causó indignación
Una hora antes del partido, Saporta recibió a Santana en su despacho del estadio Bernabéu. Tenía un paquete de fotos suyas. Le hizo dedicar una a Franco y las demás a cada uno de los ministros. Le dijo: “La del Caudillo la llevamos y se la da usted en la mano. Las otras las enviaremos desde aquí”.
—¿Y por qué no las llevamos ya todas y se las damos a los ministros?
—No, no. Usted se la da al Caudillo y él lo verá como un regalo exclusivo para él. Pero mañana, cuando cada ministro llegue a su despacho, encontrará que usted le ha hecho el mismo regalo que le ha hecho a Franco.
—¿Y no se lo comentarán luego?
—No, hombre, esas cosas no se comentan.
Así que Santana fue, le dio la foto a Franco y jugó su partido de exhibición con Arilla. Franco, sin duda, se había informado entre tanto del pasado familiar de Santana, cuyo padre había pasado seis años en la cárcel tras la guerra por rojo. Santana casi se había criado sin él. Durante su infancia le iba a visitar una vez al mes a la cárcel. Eso fue todo lo que le vio. Franco cogió aparte a Santana y le dijo: “Yo quiero que usted sepa que en la vida hay veces que pagan justos por pecadores”.
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