El medallista que no hace ruido
Cal tiene un punto tímido y de desconfianza, también de nobleza para entregarse
Pocos rincones como Aldán, en Galicia, allí donde la ría de Pontevedra acaba, para dar una leve dentellada que conforma una ensenada única, un paraje pleno de quietud donde playas sin apenas oleaje se funden con la vegetación y los senderos que bajan hacia ellas. Allí creció David Cal, de la panadería de sus padres a la arena, donde con siete años quiso seguir a los mayores que se echaban al agua con piragua. Allí comenzó el mito de un tipo normal, del que en cuanto tocó el estrellato se intentó fabricar una biografía. “Dijeron que me gustaba el heavy metal, que era bajito y gordito de pequeño…y yo era como todos”, explica.
Lo que no es Cal es un intrépido. Con 18 años, tras proclamarse campeón de Europa júnior, la federación española decidió concentrarlo con el equipo nacional sénior en Sevilla. Los veteranos le amargaron. Tiene un punto tímido y de desconfianza, también de nobleza para entregarse. “David es un buen gallego”, resume Suso Morlán, su entrenador y muñidor del éxito de un canoísta que ha navegado hacia la leyenda, el más laureado no solo del olimpismo español sino del piragüismo en la historia de los Juegos, competición fetiche para Cal, que ya había anticipado que si en Londres obtenía premio trataría de buscar una sexta medalla dentro de cuatro años en Río de Janeiro.
Estar con la familia y los amigos no hay quien lo pague
Aquella experiencia sevillana le mostró a Cal su lugar. Y ese es Pontevedra, a media hora de los paisajes de su infancia, junto al club náutico en el que se funde con los veteranos que acuden a mantener el físico en el gimnasio, frente al Lérez, el río que remonta y desciende mientras Morlán le persigue en una pequeña lancha cuyo motor sufre en la persecución. “Estar con la familia y los amigos no hay quien lo pague”, reflexiona Cal, que ha pasado dos meses monacales en el embalse de río Cobo, al norte de la provincia de Lugo. Allí encontró condiciones similares a las del canal de Eton Dorney, vientos variados, sosiego y alguna charla con su entrenador sobre la última pirueta de Lewis Hamilton para romper la rutina y que no todo sea canoa y crono. Dice quien más le conoce, y ese solo puede ser Morlán, que si fuera atleta sería un cuatrocentista y si fuera ciclista como Indurain. “Es un chico muy equilibrado, que no cuestiona. Yo soy el jefe y el, él deportista. No necesita psicólogos”, describe su entrenador, que las pasadas navidades se fue 15 días a Sudamérica y dejó estipulado a su pupilo un plan de trabajo. Al regresar comprobó en pulsómetro y gps que no hubo escaqueo, que Cal había cumplido como si estuviera tras él. En realidad el chico normal que todos aclaman ahora como extraordinario hace mucho que ha interiorizado la filosofía de que el talento solo emerge con el trabajo y tiene claro, además, que para triunfar es preciso mantener un perfil bajo. Muchos creen ver en esa idea timidez, introversión e incluso una actitud hosca. Pero el pentamedallista desmiente a todos en las distancias cortas. Cuando mira a los ojos, esboza una media sonrisa entre la retranca y la verdad para dejar una sentencia que invita al interlocutor a la reflexión. “Los campeones son los que no hacen ruido”.
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