La infancia de... Vicente del Bosque
El seleccionador triunfante con España, de 62 años, recuerda su infancia en un barrio de Salamanca
Mi primer recuerdo de la infancia es el de la leche en polvo y el queso en las escuelas hasta que teníamos diez años. Aquel Plan Marshall, como quiera que se llamara. Tu madre te mandaba al colegio con un vasito y allí te lo llenaban de leche, era el desayuno de nuestra infancia. De esa generación somos. No teníamos veraneos, nuestro veraneo era la calle, tomando el fresco. Y en el barrio, el barrio del Garrido, en Salamanca, se sacaba la silla y se charlaba con los vecinos. Hablábamos sobre el Tour de Francia, sobre El Cordobés, sobre El Viti. De política no se podía hablar. Se hablaba de fútbol, por supuesto, y el asunto era el Madrid. El Madrid frente al Barcelona.
Entonces estábamos muy apegados a los padres, tenían una enorme influencia sobre nosotros. No éramos tan independientes como los chicos de ahora; a los 18 años mis hijos ya tienen coche y trabajo, si lo tienen. Pero nosotros vivíamos muy austeramente; mi padre no se podía permitir lujos. A la fuerza era austero.
Pero de eso no se hablaba, de la razón de las carencias. Había para comer, para vestirse, y poco más. Y cuando ellos tenían que comentar sus problemas económicos nos apartaban, de eso no se hablaba delante de los niños.
Mi padre era un hombre progresista, estuvo en la cárcel en la guerra. Y cuando yo tenía 10 o 12 años pasó algo que tengo en la memoria; él recibía propaganda muy explosiva, que intentaba ocultar. Eran cartas que le llegaban al buzón, y siempre había desazón en casa cuando eso ocurría. Pero él seguía oyendo las radios clandestinas, la Pirenaica, Radio París. Las oía bajito, para que nadie lo supiera.
Supongo que yo soy la consecuencia de mi infancia; no nos damos cuenta y vamos haciéndonos con las cosas que hemos creído haber olvidado. En realidad, no sé si nos dábamos cuenta de todo lo que ocurría. Quizá a otros que tenían 18 o 20 años cuando nosotros éramos unos críos sí les marcó directamente aquella situación de pobreza y de silencio. Ellos acababan de pasar una guerra y eso fue tremendo. Ojalá que nunca pase de nuevo. No creo que vuelva a pasar. Ahora hay más tolerancia, no hay aquella división. Yo, por ejemplo, tengo amigos de derechas y creo que con ellos se produce un diálogo, una tolerancia, que en aquella época no había en absoluto.
Mi madre vino de un pueblo cercano, Ledesma, era una mujer muy humilde, y empezó sirviendo en casa de una tía que era rica. Mis padres se conocieron en una empresa de construcción que tenía el marido de esta tía nuestra, donde él era el encargado. La empresa duró hasta que se hicieron cargo de ella los hijos y, como pasa en estas empresas familiares, la cosa se fue rompiendo. Los hijos destruyeron la empresa y mi padre pasó por una época muy dura, la más dura que yo conocí, cuando él estuvo en el paro. Mi abuelo era ferroviario, como mis tíos, y mi padre empezó a trabajar con ellos en la estación.
Mi padre nos paraba con una mirada, él era la autoridad de la casa; mi madre también podía echarnos una bronca, pero una mirada de mi padre significaba más que una bronca de mi madre.
La vecindad era la de aquellos años, ya no hay vecindades así, gente que habla y habla y habla, y toma el fresco hablando. Eran parte de una sociedad más pura, menos interesada; sí, donde había menos competencia. Creo que de lo único que se trataba entonces era de que querían darnos una buena educación, que estudiáramos, algo que ninguno de ellos había podido hacer.
La escuela fue un gran goce para mí. Y recuerdo perfectamente, pero perfectamente, como si los estuviera viendo, a los cuatro maestros que tuve entre los seis y los 10 años, antes del instituto. Don Ramón, don Ángel, don Celedonio y don Juan. Gente muy normal, la imagen misma de lo que uno creería que es un maestro. Recuerdo que uno ellos nos castigaba por no pronunciar bien la palabra objeto, porque no decíamos bien la b antes de la j: oBJeto, oBJeto. Nos castigaba, pero todos ellos eran muy majos, las chicas estaban en las aulas de arriba y los chicos estábamos en las de abajo. Era una escuela nacional. Y luego vino el instituto.
En aquel entonces no tenía muy claro cuál iba a ser mi futuro; ni cuando vine a Madrid, a los 17 años, sabía si de veras yo quería ser futbolista. Vine a la aventura y no sabía si sería o sería jugador; no tenía la visión de que mi vida se iba a encauzar por ahí. Pero en ese viaje terminó mi infancia, quizá. El primer año me dije que si lo hacía bien, tendría fortuna. Soy muy obediente, de modo que si me instruían, pensé, iba a salir adelante. Ayudó muchísimo caer en un club como el Real Madrid.
¿Reflexivo yo? Sí, me gustan las cosas bien hechas, de pequeño ya era así. No tanto un perfeccionista, no, un tipo reflexivo. Alguien que le gustaba estar con otros, jugar con otros, escucharlos. Yo estaba todo el día jugando en la calle; era inagotable. Si estaba solo, jugaba solo; si éramos tres, jugábamos también, y si había 20, jugábamos 10 contra 10. De mi infancia recuerdo eso, ser feliz en la calle. Y en ese sentido fueron años muy felices.
No necesitábamos nada, en realidad, y no pedíamos nada. Un balón, eso es lo que necesitábamos. A mí a los 12 años me compraron una bici con un esfuerzo extraordinario de mis padres. Me encantaba la bici, y a los 13 años la dominaba. Fue mi mejor regalo, la bici y un balón. Creo que la bici costó 1.735 pesetas, carísima para entonces. Fue un premio por haber aprobado segundo de bachillerato, aunque ya en ese momento yo estaba más pendiente de jugar que de estudiar. Y mi padre no veía muy bien eso. Él era muy exigente con los estudios, mucho. Siempre me tocaba ir a clases particulares todos los veranos. Para recuperar matemáticas, principalmente. Y, fíjate, yo en matemáticas no era malo, pero me enredé cuando empezaron a dar los conjuntos, que ahora no sé si aquello luego ha servido para algo...
Mi padre me miraba jugar. Pero no me decía nada, iba muy discretamente, era una vigilancia silenciosa. Él fue socio de La Unión [la Unión Deportiva Salamanca] toda la vida, llevaba a gala ser el socio número 17 o 18, e iba a todos los partidos. Mi hermano y yo íbamos a la puerta de El Calvario [donde jugaba el equipo] y cuando abrían la puerta, 10 minutos antes de que acabara el partido, nos metíamos a buscarle. Era el rato en que veíamos el fútbol, porque él no podía llevarnos. Esa era nuestra ilusión.
Claro que me sentía mirado por él, y por mi hermano mayor, que falleció. Fermín. Fermín jugaba muy bien al fútbol y era muy buen hermano mayor. Mi madre nos llevaba a los dos en pantalón corto, porque en aquella época las madres decían que si te ponías pantalón largo empezabas a ser mayor. Yo creo que también era por cuestión económica: menos tela, más baratos.
Siempre recordaré una mañana muy fría cuando Fermín y yo fuimos a coger el autobús para atravesar toda Salamanca hasta el instituto, que estaba en la calle de los Libreros, al lado de la Universidad, un trayecto que siempre hacíamos andando, cuatro veces al día. Un frío terrible, horroroso. Siempre fue un hermano excelente, me siguió mucho. Murió hace casi 20 años, con 43, yo tenía 42.
No, no he dejado de ser un niño. Sigo teniendo síntomas de aquel niño que fui. ¡Y sigo teniendo el acento de Salamanca! ¡Y las palabras! Por ejemplo, ¿tú sabes qué significa lígrimo? Ah, no lo sabes. Pues significa puro, neto, claro. ¡Y está en el diccionario, ojo!”.
[Escribió Albert Camus que el sol que reinó sobre su infancia lo privó de todo resentimiento. Vicente del Bosque (Salamanca, 1950) se corresponde con ese retrato. Puro, claro, nítido. Lígrimo. En sus ojos lleva la infancia del niño que fue. El niño que es].
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