Los irredentos de la bici
Cómo los ciclistas rebeldes británicos inventaron la contrarreloj para desafiar la prohibición de correr en pelotón
Cuentan las crónicas de la historia de Italia que para sofocar las revueltas de finales del siglo XIX en las grandes ciudades, una de las primeras medidas de los generales fue prohibir a los ciudadanos montar en bicicleta, considerada un arma de la revolución por la libertad que daba a quienes las usaban para ir de un lugar a otro repartiendo propaganda, propagando soflamas. Esta consideración de la bicicleta como vehículo de la libertad, aunque sin tanto componente revolucionario, se reprodujo en todos los países de la Europa industrializada del cambio de siglo. En el Reino Unido, el país que más bicicletas fabricaba, fue, curiosamente la persecución de los ciclistas lo que condujo a la invención de las carreras contrarreloj en 1895 por un tal Frederik Thomas Bidlake, un personaje al que Brad Wiggins debería rendir homenaje.
Fue la propia federación británica de ciclismo, la NCU, la que, temiendo que la monarquía prohibiera cualquier forma de práctica deportiva ciclista, impidió que en el Reino Unido se disputaran competiciones en pelotón. Mientras en Francia y en Bélgica las clases populares conquistaban los caminos y las pocas carreteras y daban nacimiento a pruebas legendarias que aún se celebran, como la París-Roubaix y la Lieja-Bastogne-Lieja, en el Reino Unido el campo y los caminos y carreteras que comunicaban los pueblos y mansiones tenían dueño, nobles y terratenientes que veían espantados cómo sus domingos tranquilos de misa y paseo entre setos y alamedas se veían alterados por hordas de obreros que descendían de Londres y otras ciudades industriales para disputar gloriosas orgías llamadas carreras ciclistas.
La policía, al servicio del poder, intervino varias veces para dispersar e impedir las carreras hasta que se dictó la prohibición. En octubre de 1895, un grupo de irredentos se organizó alrededor de Bidlake y fundaron el Road Time Trial Council, que funcionó como una sociedad secreta hasta bien entrados los años 50 del pasado siglo y que se dedicó a organizar carreras clandestinas contrarreloj. Sus afiliados se citaban al alba en carretera con poco tráfico y, vestidos de negro de la cabeza a los pies para no llamar la atención, disputaban carreras tomando la salida individualmente con un minuto de intervalo en tramos fijados y en los que contaban con cronometradores apostados. Partían sin número en el jersey y al llegar al punto de control gritaban el suyo para que tomaran nota. Las únicas carreras en grupo que se permitían se disputaban en aeródromos o en circuitos automovilísticos cerrados al tráfico, como el de Donington Park.
Los afiliados se citaban al alba, de negro hasta los pies, para no llamar la atención
Así, en los Juegos de 1908, los primeros celebrados en Londres, la competición ciclista se celebró íntegramente en el velódromo trazado al borde las gradas del estadio de White City, por fuera de la pista de atletismo, tan largo (dos vueltas y media hacían una milla) que hasta fue posible disputar allí la prueba de 100 kilómetros. La final la corrió un pelotón de 17 y se impuso el británico CH Bratlett en 2h 43m 15s. Tercero fue Octave Lapize, el francés que dos años más tarde, en 1910, ganaría el Tour. En los Juegos de 1948 sí que hubo carrera de fondo en carretera disputada sobre 200 kilómetros, gracias al real permiso de su majestad, en el parque del castillo de Windsor en un circuito de unos 12 kilómetros. No hubo disturbios y ganó el francés Beyaert.
Mientras Wiggins, el olímpico británico con más medallas, entre pista y carretera, y todos los pistards y cronomen británicos pueden dar las gracias al miedo al carácter revolucionario del pelotón como raíces de las que se nutrió su talento, también sus antecesores pueden condenarlo como culpables del poco peso británico en las grandes carreras ciclistas. Mientras Francia, Italia, España creaban grandes pruebas por etapas, en el Reino Unido los corredores se veían confinados en los velódromos, como el histórico de Herne Hill que se construyó en el siglo XIX y aún funciona —allí dio sus primeras pedaladas Wiggins— después de acoger los Juegos del 48. Tuvo que ser el espíritu aventurero de Robinson en los años 50, el primer británico que ganó una etapa en el Tour, y de Simpson en los 60, el que prendiera la chispa que generó 50 años más tarde el incendio británico del Tour de 2012.
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