Phelps, el hombre pez
El estadounidense Michael Phelps es el nadador más laureado de la historia.En Londres pondrá punto final a su rutilante carrera. Pero a sus 27 años está dispuesto a llevarse siete oros más
Cuando le preguntan qué impresión le causó Phelps cuando le vio por primera vez, a Bob Bowman se le encienden las mejillas. El descubrimiento del chico de 11 años fue la gran revelación de su vida.
–¡Era Secretariat!
Secretariat, campeón de la Triple Corona en 1973, el purasangre más famoso que ha existido, fue lo primero que le vino a la mente cuando vio nadar a aquel niño desgarbado e inquieto que rompía a llorar ante el más mínimo contratiempo. El entrenador asegura que no tuvo dudas. Estaba ante un competidor inigualable. Lo que nunca imaginó fue que Michael Phelps se convertiría en el deportista que más oros olímpicos conquistaría en la historia. Ni mucho menos que se retiraría en los Juegos de Londres dispuesto a ganar siete oros más con 27 años, traspasada con mucho la frontera de la madurez de todo nadador de élite.
Robert Bowman tiene una edad indefinida. Le precede un aire de irrealidad, una gentileza fantasmal, evocadora de ciertos comandantes confederados y de ciertos personajes de Faulkner. Según su ficha, nació hace 47 años en Carolina del Sur. Él dice que su segunda lengua es el francés y que cuando acabó el colegio se trasladó a Tallahassee para estudiar psicología infantil y composición musical clásica en la Universidad Estatal de Florida. Obtenido el título, se echó a la carretera persiguiendo dos de sus pasiones, la natación de competición y los purasangres. Estaba seguro de que poseía el don de la pedagogía, pero no sabía muy bien cómo emplearlo. Peregrinó por establos y piscinas de Ohio, Nevada, California, Alabama y Meryland. Se pasó una década entre nadadores y caballos de carreras. Varias veces lo despidieron porque chocaba con los padres de los niños, a los que tiranizaba sin contemplaciones. En 1996, desorientado por las dudas profesionales, acudió a pedir consejo a Murray Stephens, el excéntrico propietario del Club Acuático del Norte de Baltimore, conocido por sus siglas en inglés como NBAC.
“Poco después de comenzar a nadar descubrí que la piscina era como un paraíso de seguridad” Michael Phelps
Los Caballeros de Colón, una de las organizaciones católicas más fundamentalistas y activas de Estados Unidos, habían fundado el club en la década de los cincuenta. Stephens lo adquirió en 1968. Graduado del Loyola, el colegio jesuita de Baltimore, el nuevo administrador reforzó la ética católica originaria al tiempo que impulsó un centro con el que pretendió competir con las grandes universidades de California. El intento de rivalizar con el poderoso cinturón del oeste, con Austin, Michigan, Indiana, Santa Clara, Los Ángeles o San Francisco, semillero histórico de la natación americana, era una tarea de quijotes. Stephens se atrevió desde Baltimore, una decadente ciudad industrial de la costa atlántica.
Stephens acabó contratando a Bowman. El entrenador respondía al perfil del NBAC. Exhibía una determinación fanática y era un soltero empedernido, como la inmensa mayoría de los entrenadores que incorporaba el club.
El niño que llamó la atención de Bowman estaba en dificultades. Sus padres se acababan de separar y el psiquiatra le había diagnosticado un déficit de atención por desorden de hiperactividad, enfermedad que en Estados Unidos se puso de moda diagnosticar hace dos décadas. Para combatirlo, le recetaron tres dosis de Ritalin diarias. Pero nada tranquilizaba tanto a Phelps como la natación.
“Poco después de comenzar a nadar descubrí que la piscina era como un paraíso de seguridad”, recordó en No limits, su autobiografía. “Dos muros en cada extremo, líneas demarcando calles a ambos lados y una raya negra en el fondo para señalar la dirección. En la piscina podía ir rápido porque estar en la piscina ralentizaba mi mente”.
A Phelps le recetaron tres dosis de Ritalin diarias.
El legendario entrenador Doc Counsilman fue otro caballero del sur. Nacido en Alabama, sirvió en la II Guerra Mundial como piloto de bombarderos antes de conducir a más de 60 nadadores olímpicos entre 1960 y 1980. “A nadie le interesa estar cerca de la gente a la que todo en la vida le sale bien”, decía. “Yo todavía no he tenido a un buen nadador que sea a la vez un talento físico y un tipo con los pies en la tierra. Una persona puede tener todos los atributos mentales y físicos y sin embargo no hacerlo bien. Porque las personas a las que todo en la vida les sale bien carecen de suficiente fuerza interior”.
Dos acontecimientos transformaron la infancia de Phelps: el divorcio de sus padres, Fred y Debbie, en 1994, y la eliminación de su hermana Whitney de la selección estadounidense que acudió a los Juegos de Atlanta, en 1996.
Fred Phelps conoció a Debbie en Windber, un pueblo de los Apalaches. Se casaron y se trasladaron a Baltimore en busca de trabajo. Él ingresó en el cuerpo de policía. Colaboró con los SWAT, pero dedicó la mayor parte de sus tareas a patrullar las autopistas de Maryland. Gozó de escasísimos ascensos, según él, por su apasionada incorrección política. Inculcó en su único hijo varón la pasión por la pesca, el béisbol, el fútbol americano y, sobre todo, la competición. “No tomes prisioneros”, le repetía. Durante siete años después del divorcio, Fred le acompañó a las carreras de natación. La relación se prolongó con dificultad hasta el día en que le llamó para confesarle que había contraído matrimonio con Jackie, su nueva esposa. Michael se sintió tan perturbado que, antes de ignorarle, amenazó con darle una paliza. Fred nunca más volvió a acompañarlo a una piscina.
Debbie, maestra de profesión, consagró todo su tiempo libre a impulsar la natación en su familia. Con 14 años, su segunda hija, Whitney Phelps, se convirtió en la mejor mariposista de Estados Unidos. Su marca en 200 metros (2m 11,4s) la situaba en un lugar privilegiado para acudir a los Juegos de Atlanta. Pero algo comenzó a ir mal. Whitney ocultó una bulimia y unos terribles dolores de espalda. Para cuando debió medirse en las pruebas de selección olímpica ya era demasiado tarde. Estaba consumida. Detectaron que tenía dos vértebras fracturadas y una hernia discal. La decepción se vivió como una tragedia en este grupo matriarcal consagrado a la actividad física. “Fue como si hubiera muerto alguien en casa”, dijo la madre. “Aquello dejó una cicatriz en la familia”, admitió Phelps.
Al año siguiente, en octubre de 1997, Bob Bowman convocó a Fred, a Debbie y a Michael a una reunión. Sacó un papel y un lápiz y les hizo un diagrama de su visión. Paso por paso.
–Las cosas nunca volverán a ser igual para vosotros. Debéis estar preparados para la exposición pública. En 2000, Michael irá a los Juegos, en 2001 batirá su primer récord del mundo y en 2004 será campeón olímpico.
–Oh, no, Michael no. ¡Pero si solo tiene 12 años! –objetó la madre.
–No podemos hacer nada para detenerlo. En 2008 tendrá 23 años y entonces…
Siete años en los que nadó todos los días, a excepción de dos semanas tras los Juegos de Atenas
Bowman observó que el chico tenía un don para flotar, apenas daba muestras de fatiga y disfrutaba bajo presión. En 2000, tal como había pronosticado, nadó la final de 200 mariposa de los Juegos de Sidney. Acabó quinto. Antes de regresar a Estados Unidos, Bowman comenzó a dejarle una nota al pie del programa de entrenamientos y objetivos que le entregaba cada día: Austin WR [Austin Récord Mundial]. Durante un año, el técnico le dejó papelitos con el recordatorio: Austin WR.
Los 200 metros mariposa era una prueba cargada de reminiscencias sombrías para su madre y sus hermanas. Para Phelps se convirtió en el fetiche. El 3 de marzo de 2001, en el mitin de Austin, el campeón patentó su rutina. Eligió una canción de hip-hop, se ajustó los auriculares y pulsó el play varias veces para escuchar lo mismo mientras se preparaba para la carrera. Sonó Perfect gentleman, de Wyclef Jean. Se lanzó al agua siguiendo al campeón olímpico, Tom Malchow, a un cuerpo de distancia. En los últimos 25 metros le superó con diez brazadas prodigiosas y estableció un nuevo récord del mundo: 1m 54,92s. Estaba desatado.
En el verano de 2003, Phelps se convirtió en el primer nadador de la historia en poseer cuatro récords mundiales en cuatro pruebas distintas: 100 y 200 mariposa, y 200 y 400 estilos. En 2007 añadió a su colección el récord mundial de los 200 metros libres. Logró su último récord el 2 de agosto de 2009, en la final del relevo de 4×100 estilos de los Mundiales de Roma. En total estableció 37 récords mundiales, 29 en pruebas individuales y ocho en carreras de relevos. En el transcurso de su epopeya recogió 27 títulos de campeón mundial y 16 medallas olímpicas, de las cuales 14 fueron oros. Nadie ha conseguido más oros olímpicos. Nadie ha sido capaz de colgarse ocho oros en unos Juegos. Phelps lo hizo en Pekín, y su primer patrocinador, Speedo, lo premió por ello con un millón de dólares, cumpliendo así con el contrato firmado en 2003.
La gimnasta soviética Larisa Latynina, la única persona que ha logrado acumular más medallas olímpicas, sumó 18 trofeos (nueve de oro) entre 1956 y 1964. La marca de Latynina es la última barrera que le queda por romper al nadador estadounidense. Solo necesitará colgarse tres medallas en Londres.
El australiano Ian Thorpe fue el gran nadador del último cambio de siglo. También fue el modelo que imitó Phelps. Pero Thorpe, que hizo fortuna gracias a los patrocinadores, se retiró de la natación, como la mayoría de los que practican este deporte, agotado después de sus segundos Juegos, a la edad de 22 años. Solo una determinación febril ha empujado a Phelps, con 27, hasta sus cuartos Juegos.
Bowman asegura que su discípulo pisa un terreno desconocido. El programa que le ha diseñado para Londres es lo suficientemente extenuante como para secar a cualquiera: 100 y 200 mariposa, 200 y 400 estilos, y las tres pruebas de relevos.
La longevidad de Phelps solo encuentra una explicación entre los especialistas. Radica en el régimen de entrenamientos que mantuvo durante el periodo fundamental de su desarrollo, entre 2000 y 2008. Siete años en los que nadó todos los días, a excepción de dos semanas tras los Juegos de Atenas, el día en que le quitaron las muelas del juicio y el día en que una tormenta de nieve aisló el NBAC. Una media de 85.000 metros por semana. Un total de 18.000 kilómetros. Casi el doble de la circunferencia de la Tierra.
Al depósito del nadador más grande de todos los tiempos todavía le quedan algunas gotas de energía. Las empleará para despedirse en el escenario perfecto. Después regresará al norte de Baltimore junto a su amigo Bob Bowman. Entre los dos compraron el NBAC hace cuatro años. Hoy son socios. La aventura no tiene un final.
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