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JUEGOS OLÍMPICOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El medallero maldito

Las combinaciones posibles para computar el medallero desafían la imaginación por su alto número

Los hermanos Gasol, con la medalla de plata de Pekín 2008
Los hermanos Gasol, con la medalla de plata de Pekín 2008EFE

Hay un medallero convencional que consiste en computar las medallas obtenidas en los Juegos por cada país o estado, empezando por las de oro, que serían una especie de Fondo de Reserva internacional. Pero las combinaciones posibles desafían por su número la imaginación.

Como europeístas que somos, lo primero que tendríamos que ver es cómo le va a la UE contra los países emergentes (Brasil, India, China y alguno más), contra Estados Unidos o incluso contra el resto del mundo. En segundo lugar, interesaría comprobar cómo se comporta la latinidad europea y de raíz católica contra el anglo-germanismo escandinavo y protestante. Un pulso que resultaría apasionante sería el de los idiomas: el inglés (ganaría seguro, pero cada vez por menos) contra el castellano y ya muy distante el francés como lenguas de utilización internacional. Por continentes, quizá prescindiendo de Oceanía, que solo tendría a Australia como sostén, gustaría de ver cómo funciona el Viejo Continente contra las Américas, todas ellas; Asia, que ya hace una notable guerra de guerrilla, y África, que, poco a poco, sale de su ensimismamiento después de haber coloreado con la emigración los equipos nacionales de casi todos los países desarrollados. Computar las medallas del mundo árabe daría poco de sí pese a las aportaciones femeninas de nuevo cuño del wahabismo y otros credos ancestrales. El islam, en general, se defendería mejor, aunque siempre a distancia del cristianismo, que es el que inventó eso de los deportes en la era moderna.

Como europeístas que somos, lo primero que tendríamos que ver es cómo le va a la UE contra los países emergentes, contra Estados Unidos o incluso contra el resto del mundo.

Y más acá de esas confrontaciones, aun a riesgo de adentrarse en lo políticamente explosivo, habría nacionalistas periféricos que, dolidos de que Cataluña o el País Vasco no puedan concursar allí donde compita España, aunque solo sea porque entonces no se sabría con qué nombre debería concurrir el equipo español (¿Españ?, ¿Spaña?, ¿Aña?), querrían saber cuánto daño le hacían con su secesión deportiva. El problema vendría, sin duda, de cómo se decidiría quién representaba qué: ¿por el nacimiento de los interesados?, ¿por opiniones más o menos conocidas de los mismos?...

La teoría combinatoria da posibilidades hasta lo infinito. ¿Archipiélagos contra estados sin accidentes ribereños? ¿Colonizadores contra colonizados? ¿China contra Japón? ¿Rusia contra el extranjero cercano? ¿La antigua Unión Soviética contra el mundo? ¿Lo que un día fue Yugoslavia contra cada uno de sus estados sucesores y despedazadores? Grecia podría incluso hacer una enosis indolora echando mano de la mayor parte de Chipre mientras el imperio otomano, que sueña hoy con reinventarse como barrunta el ministro de Exteriores de Ankara, Ahmed Davotoglu, podría divertirse haciendo sus particulares cuentas del Gran Capitán.

El planeta presenta tantas divisiones, restas y ecuaciones de sí mismas como una copiosa historia permite. Al final, ¿quién queremos que gane? Si una Europa unida que un día adoptara como himno el Canto de Guerra para el Ejército del Rin, de Rouget de l’Isle, a mí no me cabría ninguna duda.

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