Terry para lo bueno y lo malo
El capitán del Chelsea, líder innato que no entiende el fútbol sin el triunfo, se ha visto envuelto en muchas polémicas extradeportivas
Con el gesto compungido, Puyol le enseñó la muñeca dolorida en Stamford Bridge, en la ida de las semifinales de la Champions. John Terry (Londres, 1980) atendió a la explicación y, con mala baba, tardó décimas de segundo en apretársela con saña, nada deportivo. Puyol, sin embargo, comprendió su error al instante, hasta el punto de que ni siquiera se enfadó. Enfrente estaba Terry, todo competitividad, futbolista de tintes maquiavélicos porque no entiende el fútbol sin la victoria y tampoco repara en los medios para lograrla. Pero sabe que el juego tiene sus guiños y los acepta como tales. Por eso a nadie le extrañó que hace tres años, después del gol de Iniesta, entrara en el vestuario del Barça y les ofreciera la mano en señal de reconocimiento, un triunfo ganado sobre el tapete como el firmado con su gol —no debió serlo porque Carvalho hizo falta a Valdés— años atrás, cuando un cabezazo suyo les eliminó de Europa.
Líder por naturaleza, Terry afronta hoy una reválida con su propia historia —falló un penalti decisivo en la final de 2008 frente al Manchester United por culpa de un resbalón que les arrebató el trofeo de las manos— y lo hará como capitán del Chelsea para lo bueno y lo malo, toda vez que tiene un currículo deportivo y otro polémico de lo más generosos.
Nadie discute su autoridad desde que en 2001, justamente dos días antes de que cumpliera los 21 años, Ranieri le diera el brazalete. Ni siquiera Mourinho, que pretendía dar los galones a Lampard, se lo quitó del brazo; hizo una votación y el equipo respaldó a su jefe. Héroe para el aficionado por su origen obrero, por curtirse en el barrio londinense de Barking, donde las tensiones étnicas y religiosas están a la orden del día, Terry creció en una familia humilde y alrededor del balón. Su padre, Ted, conductor de una carretilla elevadora en una fábrica de madera, jugaba como amateur y tras los partidos dejaba a sus dos hijos —su hermano, Paul, milita en el Turrock, de Tercera— en el patio del pub para que se pasaran la pelota hasta cansarse. Y, por mucho que fuera bajito y rechoncho por entonces, a John ya se le intuía destreza en el juego y facilidad para ordenar al equipo.
Quiere ganar a toda costa, pero es tan elegante en la victoria como en la derrota
Para Terry el fútbol empezó de bien niño, cuando se alistó en el Comet, equipo de barrio hecho para ganar, pero descompuesto porque el Senrab le quitó dos veces seguidas el laurel. Su respuesta: fichar por el Senrab, en el que compartió vestuario con Bobby Zamora (Fulham), Paul Konchesky (Nottingham) y Jlloyd Samuel (Esteghlal, de Irán, tras pasar por Bolton). No había rival que les tosiera y no tardaron el Millwall y el Aston Villa en ofrecerle un lugar en su escuela de fútbol. Se decantó por el segundo. Pero, a los 14 años, al dar el estirón, el Chelsea le sedujo para toda la vida. Ni siquiera el almuerzo al que le invitó Alex Ferguson en la ciudad deportiva del Mufc le convenció de lo contrario un día en el que apenas probó bocado porque en la mesa de al lado estaba Eric Cantona, ídolo de la familia, ya que su abuelo y su padre son red devils.
No varió en el Chelsea su carácter ni su ambición, pero sí su posición; en los juveniles pasó de mediocentro a central. Un cambio que marcó su futuro, como también lo hizo Roberto di Matteo, su actual entrenador; resulta que le vio con las medias sobre las rodillas y le ha imitado hasta hoy. Detalles que han forjado su personalidad, ganadora en el campo y controvertida fuera de él.
Líder por naturaleza, afronta una reválida con su propia historia: falló un penalti en la final de 2008
Todo empezó en 2001, cuando insultó a unos norteamericanos en el aeropuerto de Heathrow (Londres) y le dejaron sin sueldo dos semanas. Poco tiempo después se enzarzó en una pelea en un pub que acabó con el guardia herido; se negó a revelar quién conducía su Bentley ante la policía; cobró 12.000 euros por hacer de guía en el Chelsea sin consentimiento del club; el año pasado, le cazaron alquilando sus abonos de Wembley por 5.000 euros; a su padre le pillaron vendiendo cocaína y a su madre robando en unos almacenes. Nada de eso, sin embargo, le han descentrado sobre el césped ni desviado de su papel de capitán; como tampoco el que le quitaran el brazalete de la selección inglesa, un lío de faldas con la entonces esposa de su compañero Wayne Bridge ni ahora unos supuestos insultos racistas a Anton Ferdinand.
Cuenta el futbolista que los valores los cobró cuando limpiaba las botas a Dennis Wise en el filial del Chelsea y que los maduró con la cesión al Nottingham. Quizá también tomó nota de lo que le enseñaron Wise y Kevin Hitchcock el día en que el club le extendió su primer contrato profesional. “No es momento de coches deportivos, relojes bonitos ni ropa de lujo”, le dijeron al tiempo que le obligaron a pagar el depósito de una casa. Ahora, Terry tiene el capricho de los relojes —quizá el único—, pero hay algo en lo que no ha cambiado. “Durante los partidos, cuando no respondo o pego un buen grito, los compañeros siempre me dicen: ‘¿Qué mierda te pasa?”, explica; “estoy enfocado en el partido y nada más”.
Quiere ganar a cualquier precio, pero entiende que el juego se acaba en el césped y es tan elegante en la victoria como en la derrota. Algo que el Barça, incluso Puyol, saben de sobra.
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