Elogio de la rivalidad
El clásico del fútbol gallego rebaja su nivel futbolístico, pero no la expectación
El último gran clásico gallego se jugó en Primera División, el Deportivo vistió de rosa y al Celta lo entrenaba Hristo Stoichkov. Sobre el césped sólo había un futbolista gallego, el coruñés Iago Iglesias, que ahora milita en el Montañeros, de Segunda B. Han pasado cuatro años y medio y el paisaje ha cambiado. Vuelve el gran clásico y lo hace en Segunda, categoría que no lo albergaba desde hace 20 años, dos décadas que alumbraron una edad de oro para el fútbol de la comunidad y dejaron vivencias inolvidables.
Se renuevan los protagonistas, se rebaja también el nivel, pero nunca la pasión ni la expectación, pervive una rivalidad que se confunde con aspectos sociales, políticos y económicos, que enfrenta a dos ciudades tan antagónicas como similares, que toca la fibra. "No son solo tres puntos, casi podemos decir que jugamos por la hegemonía del fútbol gallego, por el orgullo", aventuró ayer el técnico deportivista, José Luis Oltra, un recién llegado que se ha empapado de lo que representa el partido de mañana en Riazor. "No es una final, pero se puede comparar por la forma en que se vive. Para nada es un partido más", matizó. "Para los protagonistas, un derbi se sale de lo normal, ya que se alejan de la dinámica del puntito. Nadie habla de que es bueno empatar y en ese sentido está claro que es una final", reflexiona José Romay Martínez, catedrático de Psicología Social de la Universidade da Coruña.
"En Vigo me dicen que soy un traidor y en A Coruña creen que soy un espia", espeta Julián Hernández, líder de Siniestro Total, grupo totémico de lo que se conoció como movida viguesa y próximo a cumplir 30 años de su primer concierto. En uno de ellos, en el Coliseo herculino, Hernández y su gente se arrancaron con el "Vigo no". "Y nos escarallábamos de la risa. Todo esto de la rivalidad está bien siempre que sea divertido", dice. "Fomentar otro tipo de pugnas es lo que les interesa engordar a los caciques del localismo, que son los principales beneficiados de que unos chavales de las dos ciudades se citen en las puertas de un estadio para pegarse", identifica el polifacético Xurxo Souto, juglar que glosa las excelencias de los barrios coruñeses, "que, en definitiva, son iguales a los de Vigo". Souto tiene claro lo que desea para el domingo. "Me gustaría que el Deportivo machacara al Celta, pero que no se insulte ni a Vigo ni a su gente, que disfrutásemos de la intensidad y de un pique que ya tenían nuestros abuelos". Eran tiempos en los que se jugaba con la ironía y el verbo. "La capital de Galicia saluda al embarcadero de Pontevedra", decían en A Coruña. O al revés: "Vigo recibe a los hijos de Pita".
Poco después de aquel último clásico en Balaídos, Woody Allen visitó A Coruña para exhibir su pericia al clarinete junto a la New Orleans Jazz Band. Quien sabe si avisado o no, en un determinado momento del concierto empezaron a sonar los acordes del Para Vigo me voy. La granada audiencia del Palacio de la Ópera coruñés guardó un par de segundos de estupefacción y prorrumpió en aplausos, según las crónicas, "de sonrisa y complicidad". "Es posible la normalidad, pero ahora mismo no la acabo de ver", lamenta Vicente Celeiro, mito del deportivismo, autor del gol al Rácing de Santander que evitó en 1988 en el descuento del último partido de Liga el descenso a Segunda B. Días después Augusto César Lendoiro accedió a la presidencia. "La gente no entiende que sea fifty-fifty", apostilla Vicente, que poco después fichó por el Celta, vive en Vigo, donde le conocen como "Vicente, el del Coruña" y tiene un hijo coruñés del Celta y otro vigués del Deportivo.
Aquel gol de Vicente ayudó a cambiar la historia. Inmerso en una larga noche en Segunda, el Depor forjó en tres temporadas un equipo capaz de ascender y abrió una etapa inolvidable, tan prolífica en éxitos que de alguna manera opacó los mejores años de su eterno rival, al que superó en los puntos de la clasificación global de Primera. Ahora, de vuelta ambos un escalón más abajo, subyace una tensión avivada al inicio de la semana por Iago Aspas, el jugador más en forma del Celta, que proclamó su antideportivismo y se jactó de aplaudir que una agresión de Vagner a Diego Tristán en un derbi de hace nueve años. Su entrenador, Paco Herrera, cree que se trata de un "error de juventud" y se apura a pedir disculpas. "Esperamos que no haya violencia", desea. Todavía es más taxativo el presidente celtista, Carlos Mouriño: "Si juega Aspas, lo animaré y estaré a muerte con él, pero ha cometido una incorrección. Por eso, debe tener una llamada de atención para que no se vuelvan a repetir este tipo de situaciones. La rivalidad debe ser sana".
Al final el fútbol no es más que un reflejo de la Galicia actual. "Si se unieran las dos ciudades seríamos grandes", tercia Souto. Pero entran en juego mecanismos grupales. "Siempre necesitamos a alguien con quien compararnos", apunta el profesor Romay, que identifica cuando rueda la pelota un componente emotivo que incluso bebe en la tradición "porque los padres llevan a los hijos al estadio, les introducen en esta pasión". Y puede que haya, quién sabe, mucho de verdad en algunos lugares comunes, en esas diferencias que identifican al norte y al sur. Lo ilustra Julián Hernández al recordar los primeros destinos internacionales desde los aeropuertos gallegos. "El de Vigo iba a Bruselas para currar, el de Santiago a Roma para rezar y el de A Coruña a Amsterdam para...".
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