Joaquín busca a Joaquín
El extremo aspira en La Rosaleda a recuperar el protagonismo adquirido en el Betis y un tanto difuminado en el Valencia
Detrás de la mirada pícara de Joaquín Sánchez (El Puerto de Santa María, Cádiz; 1981) se esconde un alma competitiva. "Todavía recuerdo un partido de juveniles en el Colombino. Salió en el segundo tiempo y, a pesar de ser el más joven, lejos de asustarse, pedía constantemente la pelota. Desbordaba a cualquiera que se le pusiera por delante y tenía una confianza enorme en sí mismo", evoca Miguel Valenzuela, exdirector de la cantera del Betis y la sombra del futbolista en sus primeros pasos con el club verdiblanco, cuando apuntaba a convertirse en una gran estrella. Pero no fueron fáciles los inicios del extremo.
Con solo 19 años, se vio obligado a recorrer de forma casi diaria los 120 kilómetros que separan El Puerto de Sevilla para poder entrenar con el filial bético. "Hizo un esfuerzo grandísimo, lo pasó mal", subraya Valenzuela, que traza los primeros pasos del jugador, autor de 34 goles en 251 partidos con la elástica verdiblanca. "Vino con su hermano Ricardo para hacer una prueba y nos sorprendió", señala; "era muy distinto al de ahora. Jugaba de 9 y era más anárquico. No le gustaba actuar encorsetado, pero su espacio natural era la banda".
Su arte en el quiebro y su punto de velocidad le condujeron progresivamente hacia el carril, donde terminó de explotar y se hizo grande. Tanto, que el técnico Fernando Vázquez, bien asesorado, le catapultó al primer equipo y dio vía libre a sus cabalgadas, que ponían en ebullición al estadio. "Debería haber sido un crack, a la altura de Xavi, Iniesta y compañía. Si hubiese fichado por el Barça o el Madrid, hubiera hecho historia en el fútbol español. Su último año en el Betis fue espectacular. Con 22 años, ganaba los partidos él solito", recalca Valenzuela.
Sin embargo, su destino fue Mestalla. Tras una rocambolesca salida de Sevilla, que a punto estuvo de guiarle hacia Albacete por una excentricidad del presidente, Manuel Ruiz de Lopera, el Valencia anunció su fichaje a bombo y platillo. No arrancó mal bajo las órdenes de Quique, pero las lesiones minaron sus piernas y sus centros enroscados se esfumaron. También desapareció de la selección. Tras un amargo trago con Ronald Koeman, que le ubicó en el lateral primero y en la grada después, volvió a lucir con Emery, pero la efervescencia de Pablo Hernández le relegó a un segundo plano.
"Le faltó un poco más de regularidad, pero estábamos encantados con él", explica Juan Carlos Carcedo, ayudante del técnico vasco, que también pone de relieve la jovialidad del jugador: "era el primero que cogía el micro en el avión después de una victoria. Tiraba del grupo con su alegría, le echaremos de menos". "Es entrañable. Le encanta animar el cotarro", apostilla Valenzuela; "siempre se le ha cargado el San Benito de graciosillo al que no le gusta trabajar, pero no es cierto. No es solo show. Es muy honrado, un grandísimo futbolista". Una figura, dentro y fuera del campo, en busca de sí mismo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.