Hitchcock juega al golf
El sudafricano Schwartzel gana por sorpresa la chaqueta verde en un día de absoluta locura.- McIlroy se desplomó con 80 golpes y Woods remontó y emocionó a la grada
La locura recorrió como una epidemia el mágico campo de Augusta. La locura más absoluta e incontrolable, desatada en cada hoyo, en cada pareja, del tee al green como una descarga eléctrica. Ni los más viejos recordaban un Masters más loco y abierto, más emocionante y bonito también. La sensación de que cualquier cosa podía pasar, incluso la más inesperada, presidió todo el día. Era imposible hacer un pronóstico. El aficionado no sabía dónde mirar igual que el periodista no sabía qué escribir. Hasta el último segundo. La chaqueta verde la vistió el sudafricano Charl Schwartzel igual que la pudo conseguir un puñado de 10 jugadores. Fue un día de golf maravilloso, un suplicio para los delicados de corazón, una película de suspense digna del mejor guion de Alfred Hitchcock.
La ronda tuvo tantos triunfadores como héroes trágicos. Se hundió en el llanto Rory McIlroy, resurgió el mejor Tiger Woods con la fuerza de un toro, empujó con todo Ángel Cabrera, forzaron hasta quedarse sin aliento Adam Scott, Jason Day, Geoff Ogilvy, K. Choi, Luke Donald... Cada uno de ellos tocó la gloria en algún momento. Las apuestas por el ganador eran tan diversas como en aquellos filmes en los que se pregunta por quién es el asesino.
Pobre McIlroy. En lugar de enfundarse de verde, el pequeño y joven Rory se vistió del niño de 21 años que es y se desplomó fulminado con 80 golpes. Un triple bogey en el 10, después de marear la bola de izquierda a derecha en la calle, rompió el cuento de hadas. El prodigio norirlandés había pedido cita al sastre y hueco en los libros de historia. Nada. Ni fue el ganador más joven desde Woods, ni devolvió el triunfo a Europa en Augusta, ni dio a Irlanda su primera chaqueta. Vaya, que ni siquiera acabó entre los 10 primeros (fue 15º) después de un hundimiento inexplicable. Quizás pagó la batalla psicológica a la que le sometió el argentino Ángel Cabrera, su compañero de ronda, un golfista lleno de cicatrices que se las sabe todas y que fue comiéndole terreno. Las dudas comenzaron a llenar la cabeza de McIlroy, que de repente se convirtió en un jugador vulgar. Perdió la precisión con cualquier palo, tiró el putter al suelo y estuvo al borde del llanto con el driver. Acabó con el cuerpo encogido, empequeñecido. El chico es una mina de talento, el mejor símbolo de una fabulosa generación de jóvenes, pero el de ayer fue un puñetazo terrible para la moral.
Por momentos fue una lucha generacional. Cuando resistía McIlroy atacaba con fiereza Tiger, un emperador. ¡Qué eagle en el ocho! ¡Qué putt para salvar el nueve! Maravilloso. El Tigre cerró el puño y lo levantó al cielo ante la histeria general. Cuántas ganas tenía la gente de volver a acoger al hijo perdido... Cuando entró en Amen Corner, la multitud se puso en pie y rompió a aplaudir, y entonces, sí, apareció en el impertérrito Tigre una sonrisa de emoción. Woods era el rey que se resiste a abandonar el poder ante su heredero. Y bien que, a los 35 años, demostró que hay jugador para rato si ajusta un centímetro más sobre el green. Solo apagó las luces al final, cuando un bogey en el 12 al fallar un putt corto le sacó de pista. Tuvo el título en sus manos, y de ahí su desesperación en los hoyos finales, porque sabía que la redención se le escurrió entre los dedos. Como hace un año, se quedó a un paso del podio, cuarto. Y sigue sin remontar en la última jornada de un grande, una hazaña imposible.
Entre McIlroy y Woods la guerra fue intensa. Hubo tantos fallos como golpes geniales. Schwartzel llevó a Sudáfrica la segunda chaqueta verde en cuatro años, tras la de Trevor Immelman en 2008. Con solo seis victorias en el circuito europeo, entre ellas un Masters de Madrid, y un puesto 14 como su mejor clasificación en un grande, el pasado Open Británico, nada hacía apostar por el chico de Johanesburgo. Tampoco antes del torneo por la pareja de segundos. Ambos australianos. Jason Day fue plata en su debut en un Masters, su tercer major, y con 23 años es otro de esos chicos que aspiran a dominar el golf del futuro. Adam Scott estuvo a punto de vengar la derrota de Greg Norman en 1996 ante Faldo y dar al país aussie su primera chaqueta. Y Geoff Ogilvy completó la machada: tres australianos entre los cuatro primeros. La anunciada revancha de Europa se quedó en nada. En el top ten solo se coló el inglés Luke Donald.
Pocas palabras explican la maravillosa secuencia de golf que se vivió ayer en Augusta. Como en la mejor película de Hitchcock.
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