Agonía a 8.091 metros
Iñaki Ochoa murió en el Annapurna, pese a una compleja operación de rescate. El rumano Horia Colibasanu y el suizo Ueli Steck, que acompañaron en su agonía al alpinista español, reconstruyen la trágica aventura
Un himalayista asume que la autonomía en altura es su único nexo de unión con la vida. Ser autónomo para tomar decisiones, para superar los retos técnicos, para acertar con la estrategia, para retirarse por sus propios medios sin comprometer a nadie. Si todo va bien, uno sufrirá escalando una montaña de 8.000 metros; después peleará para bajar y contarlo. Pero si algo altera el guión, si algún factor inesperado convierte al escalador autosuficiente en sujeto dependiente, su vida valdrá bien poco. O lo que otros estén dispuestos a arriesgar para socorrerle. En la frontera de los 8.000, donde los helicópteros no vuelan y el hecho de pensar con serenidad es un triunfo, ninguna vida vale más que la propia. No existe el derecho legítimo de pedir ayuda. Es un pacto no escrito: primero, mi vida; después, ya se verá.
Luego están los hombres y las circunstancias.
Catorce alpinistas de diferentes culturas, nacionalidades y posibilidades se unieron en el Annapurna (cima de 8.091 metros en el Himalaya) entre el lunes 19 y el domingo 23 de mayo para realizar el rescate imposible de Iñaki Ochoa de Olza. Para hacerlo, todos prescindieron al unísono de cualquier análisis frío y pragmático, de su experiencia, de su saber, de la razón. Todos tiraron de corazón. Un alpinista no tiene por qué ser una persona valiente. La valentía no se mide en términos relativos. No tiene más arrestos el que se lanza montaña arriba que el que conduce a sus hijos, trajeado, a la escuela. Pero, aun sabiendo todo esto, lo que sucedió esos días en el Annapurna, la mezcla de voluntades desprendidas de todo ego, prudencia o egoísmo, merece un calificativo... difícil de cazar. Jorge Nagore, uno de los íntimos de Iñaki, dijo a este diario que lo vivido se correspondía con "la grandeza absoluta". ¿Existe otra forma de expresarlo?
"Camino de la cima nos encontramos con un paso técnico. Era corto, pero no teníamos cuerda fija. Empecé a buscar una alternativa mientras Iñaki y Bolotov buscaban la manera de pasar. Pero enseguida, Iñaki me dijo que tenía mucho frío y que prefería darse la vuelta. Me fui con él. No hacía tanto frío: sus guantes eran más gruesos que los míos y yo no sentía frío, así que imaginé que Iñaki estaba pagando el esfuerzo. Decidimos montar la tienda en la arista, y después de hablar por teléfono empezó a decir incoherencias", recuerda Horia Colibasanu, de 31 años, dentista de Timisoara (Rumania). Su voz, al otro lado del teléfono, suena infinitamente cansada, como la un niño que ha pasado por un enorme trance.
Los íntimos de Iñaki que organizaron su rescate desde Pamplona también emplearon el corazón y todos los medios a su alcance. Su maniobra habría sido impensable hace apenas una década, cuando no existían los teléfonos móviles vía satélite y uno viajaba al Himalaya como si de un desplazamiento a la Luna se tratase. Sin esta tecnología, Iñaki habría fallecido bien pronto. Sin la presencia del rumano Horia Colibasanu no habría superado la primera noche.
"Lo más terrible, lo más difícil de asumir fue ver cómo Iñaki, en cuestión de segundos, se desplomaba en el interior de la tienda, incapaz de hablarme, inconsciente. Fue en ese momento, y no después, cuando sentí el tremendo dolor de lo que ocurriría tarde o temprano", recuerda Horia Colibasanu. Iñaki y Horia se conocieron en las faldas del K-2 (8.611 metros) en 2004, unidos por la casualidad: compartían gastos junto a otros escaladores. Escalaron juntos el impresionante K-2 y repitieron viajes, unidos por una amistad espontánea. "Decido esperar a mi nuevo amigo rumano, Horia Colibasanu, que se ha convertido por azar en mi compañero de escalada. Es un chico sensible y muy inteligente, y se convierte en el primero de su país en pisar la cumbre. Se le ha caído su piolet durante la noche, y al final sube con uno prestado. Cuando llega arriba parece despistado por un momento, no tiene experiencia en montañas de 8.000 metros, pero está de verdad feliz y exultante", escribiría Iñaki días después.
Horia busca estos días la manera de volar desde Katmandú, capital de Nepal, hasta Pamplona. Se lo ha pedido la madre de Iñaki, que desea abrazarle. El hombre camina a duras penas desde su hotel hasta la agencia de viajes, consumido hasta los huesos, dejando atrás las secuelas de un edema pulmonar. "Creo que de no ser por Ueli Steck, yo también habría muerto", asegura Horia.
El suizo Steck es la segunda gran pieza del puzzle ensamblado para rescatar a Iñaki. Dos años antes de conocerse en el campo base del Annapurna, Iñaki ya conocía a Steck, uno de los alpinistas más brillantes del momento, un tipo capaz de escalar los 1.800 metros de la cara norte del Eiger en solitario y en un tiempo de 2 horas y 47 minutos, cuando lo habitual es invertir dos días en la empresa. Iñaki pasó una temporada de su vida residiendo en Suiza, entrenándose en el mismo rocódromo que frecuenta Ueli Steck, pero nunca se atrevió a presentarse. Le admiraba demasiado. Por eso, cuando el jueves 22 de mayo Ueli Steck irrumpió en su tienda, a 7.400 metros, sonrió, reconociéndole de inmediato. Saludaba a uno de sus héroes. La última persona que vería. Iñaki nunca llegaría a encontrarse con la tercera pieza clave del rescate, el kazajo Dennis Urubko. En la historia del himalayismo están, en un nivel superior, los escaladores de la extinta Unión Soviética. Iñaki los idolatraba: "Comen mejor durante las expediciones que en su casa y llevan un material que no usaríamos ni en el Pirineo", ilustraba el navarro. En 2003, Urubko e Iñaki se conocieron en el Nanga Parbat (8.125 metros). El kazajo cumplió con varios días de aproximación a la montaña vistiendo unas zapatillas deportivas dos números pequeñas. Se marcharía con ellas puestas y con la cumbre, como Iñaki. Urubko, de la sección deportiva del ejército de su país, cobra 50 dólares mensuales. El proceso de selección para integrar dicho equipo es una salvajada. Sueltan a los candidatos a los pies de una montaña del Pamir, de 7.000 metros, y los primeros en llegar pasan el corte. Después les ponen a pedalear en cámaras hipobáricas simulando alturas vecinas a los 9.000 metros..., hasta que se desmayan del esfuerzo. Decir que son tipos duros es decir bien poco.
Urubko es el heredero del estilo de Anatoli Boukreev, el alpinista que más admiraba Iñaki Ochoa, una fuerza de la naturaleza que pereció en la misma vertiente sur del Annapurna, víctima de un alud, en 1997. Había escalado 21 ochomiles en apenas ocho años. Pocos días antes de atacar la cima del Annapurna, Iñaki lloró emocionado frente a la placa que recuerda a Boukreev bien cerca del campo base, un pequeño memorial budista con una inscripción: "Las montañas no son estadios donde satisfacer nuestra ambición deportiva, sino catedrales donde practicar nuestra religión". Irónicamente, una placa, colocada junto a la de Anatoli, honrará también la memoria de Iñaki.
Sin duda, no podría haberse imaginado mejor rescate, ayuda más cualificada. Un sencillo mensaje en el teléfono vía satélite de Steck, describiendo la situación, le bastó a éste para salir montaña arriba..., al anochecer, junto a Simon Anthamatten.
"Fueron horas complicadas", retoma Horia Colibasanu: "A través de la radio tuve que guiar a Ueli y Simon para que encontrasen el complicado camino en el glaciar, al principio de la vía. Era de noche: imagina lo que tuvieron que arriesgar para no caer en alguna grieta", enfatiza el rumano. "La verdad", reconoce Ueli Steck, "es que sólo había una cosa que pensar, así que no nos costó decidirnos". Para ganar tiempo, Ueli y Simon cargaron con el mínimo peso posible, lanzándose en una ruta que no conocían y en la que Iñaki y sus compañeros habían invertido semanas de trabajo.
El calvario de Horia duró cuatro días. Con toda la información en su poder, debería haber renunciado a todo lo que no fuese salvar su vida. Pese a ello, se quedó junto a Iñaki, uniéndose a su destino, incapaz de desprenderse de la persona que amenazaba su vida. Si no cedió fue sencillamente porque, para una persona de sus principios, quedarse era más sencillo que huir. De haberse retirado, ni el convencimiento racional de que Iñaki era un muerto en vida le habría servido de consuelo. La culpa le hubiera corroído injustamente durante años, y eso es algo a lo que no quiso enfrentarse. "Durante esos cuatro días apenas dormí, obsesionado con hidratar a Iñaki. Tenía cartuchos de gas de sobra para fundir nieve y preparar sopa e infusiones, pero la comida se acabó enseguida. Los dos últimos días no comí absolutamente nada. Cada vez que despertaba, después de cinco minutos, una o dos horas de sueño, era como regresar a una pesadilla donde recordaba nuestra penosa situación. Mi obsesión era que bebiese, aguantar. No podía dejarle allí", explica Horia.
Durante las interminables horas que Horia permaneció al lado de Iñaki, el primer día, el lunes, resultó el más doloroso. Pura impotencia, desesperación. Al comprobar la gravedad de la lesión cerebral de Iñaki, el rumano llamó a España y a su país buscando consejo médico, implorando ayuda, agotando las baterías de ambos teléfonos en el intento. Después se limitó a esperar concentrándose en una misma rutina: sacar el brazo fuera de la tienda, recoger nieve en una bolsa de plástico, colocarla sobre una cazuela de aluminio, encender el infiernillo y esperar a que se convirtiese en agua. Con la bebida preparada, esperaba a que Iñaki saliese de su estado de inconsciencia y le suplicaba que bebiese. "Era lo único que podía hacer", se desespera Horia. También respondía a las preguntas de Iñaki en inglés: ¿cuándo vienen mis amigos?, ¿dónde están?, ¿el helicóptero? "Yo siempre le respondía más o menos lo mismo: le decía la verdad, que muy pronto llegarían alpinistas, pero que el helicóptero no nos sacaría de allí. Entonces volvía a dormirse".
La obsesión de Steck era suministrar la medicación a Iñaki. A esta idea se aferró el suizo para someterse a un castigo físico inimaginable. Cuando alcanzó, el miércoles, el campo 3 (6.900 metros), lo hizo a costa de reventar a su amigo Simon Anthamatten y de esquivar notables riesgos de aludes. En mal estado, Anthamatten decidió cubrir las espaldas de Ueli desde el campo 3. En su camino hacia la tienda de Iñaki, Ueli se encontró con una figura tambaleante, estática. Era Horia. "Le pedí que no bajase, pero no quiso", dice. "Cuando supe que Ueli se acercaba a nuestra tienda, salí para abrirle la huella. Había nevado recientemente y le facilitaría mucho el acceso si abría yo mismo un camino en la nieve fresca. Además, ya no tenía otra opción que descender: Ueli no tenía medicinas más que para una persona, y las necesitábamos los dos en abundancia. Yo necesitaba la dexametasona, pero Iñaki la precisaba aún más. Ueli me pidió que no bajase al verme tan débil, pero me dio una chocolatina y un poco de dexametasona, y me recuperé lo suficiente como para atraverme con el descenso. Le dije que guardase el resto de medicinas para Iñaki. De hecho, Ueli me salvó probablemente la vida, porque estaba al límite, con principio de edema pulmonar y habiendo comido poquísimo los últimos cinco días", enfatiza Horia. "Sí, creo que Horia habría muerto de haber pasado más tiempo allá arriba", concede Ueli, quien reconoce no tener "ni idea" de cómo hubieran podido descender a Iñaki en su estado. Resulta loable que sólo se lo plantease a posteriori.
A la mañana siguiente, viernes 23 de mayo, la respiración de Iñaki era un siseo, propio de un edema pulmonar. Ueli comunicó el desenlace fatal por radio; Dennis Urubko, a escasas horas del campo 4, se sentó sobre la nieve, asqueado. "Lo siento, llegamos tarde. Hice todo lo posible. ¿Cómo está la familia? Yo estoy absolutamente destrozado, física y anímicamente. No sé decir más...", se atasca Urubko, todavía en Katmandú.
En Pamplona, Pablo, uno de los tres hermanos de Iñaki, fue el primero en conocer la noticia. Estaba en el Diario de Navarra, centro de coordinación del rescate. Sin soltar el teléfono garabateó en una hoja las siglas RCP (reanimación cardiopulmonar) y, al poco, dibujó una cruz. Todos entendieron que el rescate soñado de Iñaki había chocado, definitivamente, con la realidad. La esperanza, tan irracional como bella, fue la única luz en el camino de Iñaki a ninguna parte.
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