A España le faltó rotundidad
Hay un elemento en el fútbol que siempre lo han aplicado los equipos grandes frente a los inferiores. Es el factor de disuasión. No basta con ser mejor que el rival, es necesario hacérselo saber con tanta rotundidad que no haya posibilidad de respuesta. España no lo hizo.
Cometió esa negligencia en un momento que difícilmente se repetirá en un Mundial. Todo el mundo hubiera firmado un torneo con rivales como Eslovenia, Paraguay, Suráfrica e Irlanda. Hasta Corea del Sur parecía un trámite menor en comparación en los cuartos de final.
Por una vez, España estaba en el momento justo frente a los adversarios adecuados. En esta situación de privilegio, al equipo le tocaba hacer en el campo lo que se presumía en los pronósticos: marcar diferencias, impedir que lo azaroso se volviera contra el equipo. Es probable que un mal arbitraje, o un tendencioso arbitraje, supere las leyes del azar, pero España se olvidó de desactivar ese problema.
No tuvo la decisión, ni la energía, para abrumar a los coreanos y ponerse a salvo de contingencias como la actuación del árbitro. Tiene razón Camacho en sus reproches a un mal juez que anuló un gol y no permitió otro. Fueron errores capitales, casi excesivos para la cuota de ayuda que se reservan los equipos locales en la Copa del Mundo.
España se benefició de ellos en 1982 y así ocurre por desgracia en cada edición del torneo. Es cierto, la selección salió muy perjudicada del partido, pero no tanto como para olvidar que a España le faltó firmeza, presencia, poderío, contundencia, todo lo necesario para disuadir a los coreanos de que no tenían posibilidad alguna de ganar ese encuentro.
España fue mejor en todos los factores que sirven para calibrar los méritos de los equipos. Remató más, tuvo algunas buenas oportunidades y sólo concedió una ocasión de gol: el tiro de Park que rechazó Casillas con unos reflejos felinos. Todo eso desde el lado objetivo.
Lo del juego es más subjetivo, pero también pareció que España tenía más recursos para mover la pelota y hacer daño. Frente a un rival extremadamente académico porque no puede permitirse un gramo de fantasía, España demostró lo que vale un regate en el fútbol de hoy. Al menos lo consiguió con Joaquín, notable durante todo el partido.
Quizá sólo él marcó el territorio que separa a un equipo de otro, a unos jugadores de otros. Los demás dejaron pasar la oportunidad de demostrarlo. Ni tan siquiera jugaron mal. Simplemente no tuvieron la osadía de Joaquín. Ése fue el gran error de España.
Fuera de los primeros 20 minutos, Corea estuvo al borde de la capitulación. No se puede decir otra cosa de un equipo sin ningún rasgo apreciable. Pretendió gobernar el partido a partir de la posesión de la pelota, pero pronto cayó en la trivialidad de los equipos sin jugadores de primer orden. Era un control inocuo. Y pronto no tuvieron ningún control. A Corea sólo le quedó defenderse. Lo hizo con abnegación, pero sin la energía que desplegó frente a Italia. A sus limitaciones añadió el peso de la fatiga.
Nada que ver con el equipo dinámico de los encuentros anteriores, y sin dinamismo Corea es poca cosa. Todas las condiciones estaban puestas para que España diera un puñetazo en la mesa. Y no, España trató a su rival con demasiados miramientos, sin entender que ese partido podía envenenarse por falta de decisión. Al fin y al cabo, España es una potencia del fútbol y Corea, no. Nunca mejor momento para demostrarlo.
Sin duda, la lesión de Raúl privó al equipo español de un jugador que no entiende de concesiones. Raúl sí es disuasorio. En realidad, es la cualidad que le caracteriza. Es un jugador que no se pone límites, justo lo contrario de la mayoría de los futbolistas españoles, poco acostumbrados al protagonismo, a la saludable arrogancia que es necesaria en la gran competición. Son excelentes gregarios, los mejores quizá, que requieren de líderes indiscutibles. Raúl lo es, pero no hay más de esa clase de medio campo hacia delante. Ni en la selección, ni en los clubes. Por eso los equipos españoles han alcanzado el éxito en los últimos tiempos, porque ponen al servicio de líderes extranjeros un fenomenal cuerpo de guardia.
Pero ante Corea, los pretorianos sólo fueron eso: pretorianos. Y el partido exigía algo más, establecer diferencias incontestables, incluso para el árbitro.
Eso no ocurrió nunca. Las oportunidades, como el tiro al palo de Morientes en la prórroga, daban la sensación de circunstanciales o algo peor: obligaban a pensar lo que podría ser el partido si España le agarraba por la pechera a Corea. Si no lo lograba en los cuartos de final de una Copa del Mundo, ¿cuándo lo iba a hacer? No se trataba de decisiones tácticas, aunque los cambios no ayudaron: Mendieta entró por De Pedro y protagonizó un fracaso memorable; Luis Enrique sustituyó a Valerón y se enredó demasiado. No fue un partido donde Camacho estuviera sujeto a discusión, como había sucedido en los encuentro anteriores. Simplemente se trataba de que algunos de los mejores jugadores de la Liga española se impusieran de forma categórica a un grupo de discretos futbolistas amparados por una bulliciosa y cordial hinchada.
El paisaje era rojo, pero Gwanju no era La Bombonera. Ni Corea era el Brasil del setenta. Era Corea, por muy protegida que estuviera por el árbitro. España le dejó ir demasiado lejos, hasta la tanda de penaltis nada menos. Y esta vez, Casillas no impidió asumir la dura realidad: España se queda fuera del Mundial donde acostumbra, en los cuartos de final. Esta vez, ante Corea.
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