Vidas cruzadas de héroes y villanos
Mientras a Adolfo Suárez se le llenaba de insultos, el Rey era ensalzado y tenía manga ancha para entrar a saco en los placeres del sexo y las finanzas
El general Franco se lo había sacado de la manga como un rey de la baraja española y ...
El general Franco se lo había sacado de la manga como un rey de la baraja española y lo estaba moldeando a su imagen y semejanza. El príncipe Juan Carlos algo pudo aprender a su sombra. “Era para mí como un padre”, decía. Franco tenía las virtudes menores del ser humano muy desarrolladas, la suspicacia, la desconfianza, la astucia, un olfato de insecto para descubrir el lado más débil y vulnerable de los demás. En cambio, su espíritu le había negado las virtudes mayores, la generosidad, la empatía, la magnanimidad. Mientras Franco no se moría, el príncipe Juan Carlos partía un ladrillo con un golpe con la mano; se daba leñazos contra las cristaleras; se rompía los huesos esquiando; iba y venía en moto enmascarado bajo el casco por las trochas de Segovia, donde estaba de gobernador un tal Adolfo Suárez. La gente no se lo tomaba en serio. Hacía chistes a su costa. Lo que pensara o dejara de pensar no importaba a nadie. Solo Suárez parecía darle importancia a aquel joven príncipe atrabancado.
Adolfo Suárez era entonces un político en agraz; tenía el diseño físico de un actor secundario de película de romanos; era como ese joven pretoriano anónimo que en medio de la proyección aparece al pie de una escalinata o en el ángulo de un atrio con la pantorrilla liada con una cinta de cuero, la faldilla de hojalata, el puño crispado manteniendo la lanza. Pasaba el emperador blandengue con un séquito de patricios ensabanados en dirección a la bacanal, pero la cámara se detenía ante ese centinela muscular y analizaba su quijada y la ansiedad de su mirada. El espectador adivinaba enseguida que aquel tipo acabaría cortando el bacalao, aunque los compañeros de reparto lo ignoraban todavía. Así lo describí en aquel tiempo antes de que se convirtiera en el General de la Rovere de la Transición, un aventurero político que acabó creyendo que su destino era traer la democracia a España y se convirtió en un héroe, un camino inverso al que recorrió el rey Juan Carlos, quien de héroe ha acabado en villano. La forma en que sus vidas se cruzaron en sentido contrario es lo más interesante de esta historia.
Hoy se acepta como un lugar común que Juan Carlos se proclamó a sí mismo Rey de los españoles a la una de la madrugada del 24 de febrero de 1981. Su aparición en televisión con un mensaje a la nación en que se ponía del lado de la Constitución frente al golpe de estado de Tejero le dio la auténtica legitimidad. Leyó esta alocución, al parecer, vestido solo con la parte de arriba de su uniforme de capitán general, donde aparecían las estrellas de cuatro puntas en la bocamanga. La parte inferior de su cuerpo, cegada para la pantalla, la cubrían los pantalones de paisano. Esa imagen sumergida es la parte civil del golpe que también ha quedado a oscuras. A partir de ese momento Juan Carlos I fue coronado por la mayoría de los políticos, intelectuales, artistas, empresarios y el común de la calle que pugnaban por darle la mano.
El joven monarca gozó de un periodo de general agrado mientras él se dedicaba a ser simpático y a repartir carcajadas borbónicas por doquier. Fue el primer Borbón amado por los españoles. Mientras a Adolfo Suárez cuando llegó al Gobierno se le llenaba de insultos, traidor, arribista, analfabeto —de hecho, fue en su tiempo el político más vilipendiado después de Azaña—, el Rey era ensalzado hasta el límite de la impunidad, lo que le daba manga ancha para entrar a saco en los placeres del sexo y las finanzas. Pero Juan Carlos dejó de ser Rey el 18 de abril de 2012 al pedir perdón a los españoles cuando se descubrió su viaje de caza a Botsuana acompañado de su amante Corinna Larsen. Un rey que pide perdón ya no es rey. Él mismo se apeó del caballo.
Ahora acaba de publicar sus memorias y es, tal vez, el primer monarca en el mundo que lo hace; escritas a mayor gloria de sí mismo, con ellas vuelve a ocupar el primer plano de chismorreo general de la vida española, de modo que quien las lea se dará por enterado de las tripas de la monarquía y podrá hozar en ellas a placer. He aquí el servicio envenenado que ha deparado a su hijo, Felipe VI, y con el que ha contribuido al 50 aniversario de la muerte del dictador y al inicio de la Transición. Aunque colaboró en traer la democracia a España, del ex rey Juan Carlos al final solo ha quedado en el aire su glotonería sexual, sus tropelías con el dinero y el doble fondo de la vida familiar rota. El héroe de la transición fue Adolfo Suárez. Era aquel joven pretoriano que en una película de romanos hizo que la cámara se detuviera ante esa mandíbula cuadrada que expresaba una ambición irreprochable. En este momento Adolfo Suárez ya está en la memoria de los españoles como un político que había demostrado su coraje.