12 de octubre: ¿celebrando colonias y virreinatos?
Rebajar la historia de América a un relato conveniente la separa de la complejidad con la que la aborda el historiador americanista
Cada 12 de octubre, los medios de comunicación insisten en consultar a los historiadores sus opiniones sobre si en España es pertinente celebrar o no la llegada de tres naves a una lejana tierra, llamada Guanahaní, aquel viernes 12 de octubre de 1492. ¡Por un día podría haber sido un viernes 13! De diez años a esta parte, esa conmemoración se está convirtiendo en una pesadilla recurrente y tediosa. Un punto fundamental es concretar que celebramos la Fiesta Nacional, no de la Hispanidad. Es fácil consultar el ...
Cada 12 de octubre, los medios de comunicación insisten en consultar a los historiadores sus opiniones sobre si en España es pertinente celebrar o no la llegada de tres naves a una lejana tierra, llamada Guanahaní, aquel viernes 12 de octubre de 1492. ¡Por un día podría haber sido un viernes 13! De diez años a esta parte, esa conmemoración se está convirtiendo en una pesadilla recurrente y tediosa. Un punto fundamental es concretar que celebramos la Fiesta Nacional, no de la Hispanidad. Es fácil consultar el BOE del 7 de octubre de 1987, donde en un escueto texto firmado por Felipe González no se incluye el término “hispanidad”. Llama la atención una eufemística frase —que necesitaría de un proceso decolonial, no se asusten, hasta el BOE podría soportar un “proceso decolonizador”— que dice lo siguiente: “La fecha elegida, el 12 de octubre, simboliza la efemérides histórica en la que España, a punto de concluir un proceso de construcción del Estado a partir de nuestra pluralidad cultural y política, y la integración de los Reinos de España en una misma Monarquía, inicia un período de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos”. No está mal el párrafo para evitar mencionar la expansión colonial, la conquista y la colonización americanas.
El empleo de la palabra hispanidad —menos mal que no se utiliza el término raza— resurge con todas las connotaciones franquistas gracias a una pléyade de políticos y políticas que han agarrado, como un perro de presa, las entonces gestas hispanas para insuflarnos un honor patrio que da votos, muchos, que polariza y contribuye a la desinformación cultural y brinda suculentos beneficios. Desde luego es admirable cómo han sabido leer el target al que va destinado este mensaje, de la misma manera que es desalentador el fracaso de la enseñanza en este país, que no ha sabido o ha obviado o tal vez manipulado la explicación de los procesos históricos en las aulas, un fenómeno mucho más llamativo en relación con América, cuya historia, por otro lado, está prácticamente ausente del currículo de la enseñanza de la historia desde la Transición. ¿Cómo es posible que los melancólicos del “Imperio” puedan entender la monarquía hispánica, el accessory union, sin saber poco o nada de ese complejo y desafiante continente?
La idea del Imperio, así, en mayúsculas, da dinero. Negocios de venta de pulseritas rojas y gualdas para la muñeca y el espejo retrovisor o de banderas que van desde las inconstitucionales a la cruz de Borgoña —estandarte del antiguo ejército—, utilizada también por los carlistas, luego por los requetés y ahora por la ultraderecha. Otro lucrativo mercado es el de algunas editoriales que publican libros sobre el tema patrio de títulos apocalípticos. A ello se suman las redes sociales con los cientos de opinadores que destilan odio y que se llenan los bolsillos con la publicidad. Cadenas de televisión y radio que ocupan horas y horas de tertulias henchidas de mentiras, inexactitudes, lugares comunes y que invitan al orgullo por lo nuestro. ¿Se incluye la tortilla de patatas, el gazpacho y el chocolate con churros? Bueno, la masa de los churros parece que tiene su origen en China. ¡Qué sería de la dieta mediterránea sin papas, tomates, pimientos y chocolate venidos de aquellas tierras americanas! ¿No sería mejor decolonizarla y llamarla “dieta atlántica”? Juegos y descerebrados aparte, y teniendo en cuenta que la Unesco la declaró Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en el año 2010, dejaremos los fogones fuera de estas diatribas. Como diría Escoffier, “los mejores platos son muy simples”.
Y precisamente es la simplicidad y los reduccionismos lo que no contiene la historia de América. Ser historiadora americanista es precisamente todo lo contrario a un ejercicio de comprensión plano y difuso. La escritura de la historia de América necesita años de formación, donde el análisis exhaustivo de la documentación en archivos de ambos lados del océano, aplicando metodologías rigurosas y huyendo de interpretaciones torticeras o convenientes a los ambientes políticos, nada tiene que ver con el fin último de nuestra profesión. Cuando reconstruimos un hecho, un proceso histórico, observamos minuciosa y críticamente todas las pruebas que nos permiten acercarnos a ese determinado suceso. Desde la revisión y crítica profunda de la bibliografía escrita sobre el tema, hasta quién escribió el documento que analizamos, en qué circunstancias lo hizo o quién era su destinatario. Estas sencillas preguntas son uno de los primeros pasos que damos para examinar el pasado. Nos enfrentamos a un puzle de datos, de contextos, de comprobaciones, de vacíos documentales, de citas precisas y contrastadas, de coyunturas concretas, de una escritura escrupulosa, midiendo las palabras, los sinónimos, un ejercicio de ingeniera literaria, como diría Gabriel García Márquez.
Años de estudio y de análisis forense documental se alejan del presentismo, las interpretaciones alocadas y el intrusismo profesional, cada día más agresivo y preocupante. Ser historiadora es una de las profesiones más difíciles que existen porque su práctica exige tiempo para escribirla y una extraordinaria mesura, muy distante de los historiadores obsecuentes, de la inmediatez que imponen las noticias y de las ocurrencias de la política.
El enredo sobre si las Indias no eran colonias nos retrotrae a debates historiográficos que estaban más que superados. No ha sido una discusión que ocupara los intereses y líneas de investigación americanista de los últimos treinta años. Del pasado americano nos ha interesado otra temática, especialmente a los historiadores que surgimos de la Transición y a las generaciones posteriores que hemos hecho un esfuerzo extraordinario por modernizarnos y seguir las últimas corrientes historiográficas. El uso del término colonial no niega que existiera una división del territorio en virreinatos y una legislación indiana que incluyó leyes de protección al indígena y penas a los que abusaran de ellos. La utilización y justificación del concepto “colonial” y “colonizado” están en oposición a las tesis que afirman que los territorios americanos, por integrarse como virreinos en la estructura de la monarquía hispana y dotar a su población originaria del estatus de vasallos, se equiparaban en derechos y trato a los súbditos a los reinos peninsulares, negando, por tanto, la condición de territorios colonizados y su sometimiento a procesos de colonización que abarcaban todos los aspectos de la estructura sociopolítica, religiosa o cultural.
La lengua castellana fue un excepcional instrumento de colonización, como también lo fueron la evangelización y todas las instituciones administrativas impuestas, desde el Colegio de Santiago de Tlatelolco a las Sociedades Económicas de Amigos del País. ¿Y? Ser súbdito de la monarquía hispánica no impidió que el Consejo de Indias trasplantara e impusiera las formas de vida de la metrópoli. Esta circunstancia se denomina precisamente colonizar, como si una colmena de abejas se estableciera en un rincón de su casa. La insistencia de no llamarlas colonias tiene como último fin blanquear, sin ninguna necesidad, la presencia castellana en América. Como si quisiéramos haber sido más buenos y comprensivos y no tan bárbaros como los ingleses, que no se mezclaron con las poblaciones indígenas, exprimieron los recursos de sus colonias hasta dejarlas exhaustas, no impusieron ningún corpus legal, tampoco fundaron universidades, mucho menos se casaron con mujeres indígenas y, por supuesto, ¡no eran súbditos del Rey! Argumentaciones que se repiten como un mantra.
Caer en esta visión reduccionista es absolutamente desalentador y me lleva a pensar en una máquina del tiempo que nos ha depositado en la España de hace ochenta años. Los más ultramontanos apelan a la extirpación de las idolatrías y al fin del salvajismo antropofágico de los indígenas como el gran alarde civilizatorio de la humanidad. No quiero olvidarme de la globalización, la conexión de las cuatro partes del mundo, que funciona con gran eficacia, cual salmodia salvadora.
En los cuatro siglos de gobierno —incluyo Cuba, Puerto Rico y Filipinas, independizadas en 1898—, la explotación de los recursos fue una realidad conseguida con la mano de obra proporcionada por los indígenas y por los esclavos africanos y también por cientos de peninsulares que huían de una tierra que era incapaz de ofrecerles una vida digna. América no acogió solo a triunfadores, a adelantados y exploradores de gestas memorables, simplificación repetida y teatralizada hasta la saciedad por los orgullosos patriotas. Tampoco se puede comprender la ocupación de este paquidérmico espacio sin violencia, sin el impacto biológico que produjo la llegada de hombres, animales y plantas a una tierra que les era ajena, sin alianzas, sin tratos con los distintos grupos indígenas, con sus señores naturales que buscaron ventajas y privilegios en un despliegue de supervivencia que no se puede descontextualizar ni extraerlo de su cronología. Este esfuerzo de adaptación a la cosmovisión castellana, a un nuevo sistema de pensamiento, a la letra, al papel, a la fe y al Rey ¿acaso no son ejemplos de prácticas coloniales?
Tener el estatus de vasallos o unas Leyes de Indias que regularon exhaustivamente la vida en los virreinatos, que guiaron el comportamiento de los castellanos, de los naturales, de los esclavos y de las castas no impide reconocer el proceso colonizador, de imposición de las formas de vida del pueblo que conquista. Un asunto muy diferente dependiendo de la región americana objeto de estudio, de sus centros, de sus periferias, de sus espacios fronterizos que dieron lugar a reapropiaciones, hibridaciones y sociedades fractales absolutamente extraordinarias, únicas. Los complejos desarrollos de la historia americana exigen de los americanistas una ecuanimidad y un esfuerzo crítico de la lectura de las fuentes, sin arrebatos políticos, neutralizando las emociones y eludiendo juicios. Evitando, como diría Quevedo, a los cultos latiniparlos. Rebajar la historia del América a un relato conveniente la separa de la complejidad con la que la aborda el historiador americanista.
Izaskun Álvarez Cuartero es profesora de Historia de América en la Universidad de Salamanca.