La memoria que la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto dejaron en la música
El ensayo ‘El eco del tiempo’ (Paidós), del crítico Jeremy Eichler, investiga el recuerdo de los hechos históricos en la obra de cuatro compositores: Richard Strauss, Arnold Schoenberg, Benjamin Britten y Dmitri Shostakóvich
Una mañana de otoño de 1827 Johann Wolfgang von Goethe se sentó a almorzar un asado de perdices a la sombra de un frondoso roble a las afueras de Weimar y dijo: “Aquí uno se siente más grande y más libre”. Ciento diez años después, un grupo de prisioneros llegó a aquel paraje para talar el bosque y levantar el campo de concentración de Buchenwald. Los nazis salvaron un árbol de la tala: el célebre roble de Goethe, qu...
Una mañana de otoño de 1827 Johann Wolfgang von Goethe se sentó a almorzar un asado de perdices a la sombra de un frondoso roble a las afueras de Weimar y dijo: “Aquí uno se siente más grande y más libre”. Ciento diez años después, un grupo de prisioneros llegó a aquel paraje para talar el bosque y levantar el campo de concentración de Buchenwald. Los nazis salvaron un árbol de la tala: el célebre roble de Goethe, que permaneció en el corazón de aquel infierno hasta ser destruido por un bombardeo en 1944. Un preso comunista preservó un trozo del roble y talló en él un rostro doliente que hoy se conserva en un museo alemán.
Esta historia, que refleja tan bien la promesa utópica de la cultura europea y su conexión indeleble con la barbarie, abre El eco del tiempo (Paidos), un hermoso ensayo que el periodista Jeremy Eichler acaba de publicar en español. El libro indaga en la creación de cuatro obras musicales nacidas para conmemorar la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto: Metamorfosis de Richard Strauss; Un superviviente de Varsovia, de Arnold Schoenberg; el Réquiem de guerra, de Benjamin Britten; y la Sinfonía Babi Yar de Dmitri Shostakóvich.
“Nosotros recordamos la música, pero la música también nos recuerda a nosotros y es capaz de crear estas verdades inefables sobre otros tiempos y hacer que lleguen hasta nuestros días”, relata durante una conversación telefónica Eichler, que empezó a trabajar en el libro hace casi dos décadas y que es crítico en The Boston Globe.
En El eco del tiempo se percibe una cierta urgencia por la desaparición de la última generación que vivió el Holocausto y la voluntad de reclamar una escucha profunda, en las antípodas de quienes conciben la música como mero hilo musical. “Quería indagar en la forma en la que cada país ha contado lo que ocurrió”, dice el autor. “También quería elegir compositores cuyas obras hubieran tenido estrenos llenos de historias que permitieran al lector vivir ese momento como mirando por el ojo de una cerradura”.
En el centro de la primera parte del libro palpita la creencia en la Bildung, un esquivo término que designa el ideal de miles de judíos alemanes que creyeron en el poder de las humanidades para ennoblecer el alma. Ningún músico encarnó ese ideal mejor que Felix Mendelssohn, un compositor de origen judío que rescató del olvido la música religiosa de Bach, creó obras muy populares y alcanzó la cima del olimpo musical alemán.
La ciudad de Leipzig honró su memoria en 1892 con una estatua destruida por los nazis y en 1937 miles de judíos escucharon su oratorio Elías en una sinagoga berlinesa en una velada elegíaca que Eichler describe en el libro como el canto del cisne de aquel mundo de ayer. El libro recoge muchas versiones del final trágico del ideal de la Bildung: del suicidio de Stefan Zweig y su esposa en Brasil al exterminio de la violinista Alma Rosé en Auschwitz. “Son historias devastadoras que ayudan a comprender una paradoja más amplia: que la misma minoría que puso sus esperanzas en la salvación que ofrecía ese ideal al final fue objetivo de esa locura genocida,” señala Eichler, cuyo ensayo cuenta ese final a través de dos polos opuestos: un Strauss atraído por el nazismo y un Schoenberg que percibió su amenaza mucho antes que quienes tenía alrededor.
En el caso de Strauss el libro pone el foco en el nacimiento de Metamorfosis, una obra breve para 23 instrumentos de cuerda que compuso empujado por sus remordimientos entre 1944 y 1945, junto a un busto de Glück que le regaló Goebbels y un retrato de una pariente judía que murió en un campo de exterminio. El autor del libro, sin embargo, no ha tenido acceso a una parte del archivo del músico, que la familia sigue manteniendo en secreto todavía hoy.
“Strauss es un ejemplo perfecto del poder cegador del ego artístico”, dice Eichler. “Leer la correspondencia con su libretista Zweig te permite ver cómo se disuelve la simbiosis entre judíos y alemanes línea tras línea delante de tus ojos. El ego de Strauss no le deja reconocer la humanidad ni el sufrimiento de una persona con quién trabajó de forma tan cercana”.
En el otro extremo se encuentra la epopeya de Schoenberg, que emigró a Estados Unidos huyendo de una persecución probable, volvió al judaísmo mucho después de su bautismo luterano y se imaginó a sí mismo como una especie de mesías a finales de los años treinta. “Estaba convencido de ser una especie de Moisés que iba a impulsar a la música alemana hacia el futuro”, dice Eichler. “Cuando ese futuro saltó por los aires, pensó en salvar a su pueblo del nazismo”.
El músico llegó a enviarle a Thomas Mann una carta pidiendo ayuda para publicar un manifiesto antinazi en diciembre de 1938, cuando los líderes de Francia y Reino Unido seguían pensando que era posible apaciguar a Hitler. Mann ignoró su petición. El fracaso de aquel empeño y el exterminio de primos y sobrinos que no lograron huir de Europa empujaron a Schoenberg a crear Un superviviente de Varsovia, una pieza de unos siete minutos que compuso de un tirón en agosto de 1947.
La obra es el primer memorial sonoro del Holocausto y Schoenberg la compuso cuando apenas había monumentos públicos dedicados al exterminio nazi. Ignorada por el célebre director de orquesta Serge Koussevitzky, se acabó estrenando en un gimnasio universitario de Albuquerque (Nuevo México) con una orquesta de aficionados y un coro de cowboys, aunque sorprendentemente bajo la batuta de un director vienés afincado en la ciudad.
Un superviviente de Varsovia se abre con el testimonio de un narrador que cuenta cómo varios prisioneros judíos son apaleados antes de ser enviados a la cámara de gas y se cierra con un coro masculino desafiante que canta el Shemá Israel, la plegaria más sagrada del judaísmo.
“En aquel momento otros músicos buscaban devolver a la música su belleza y restaurar su humanidad y esta obra hace justo lo contrario”, explica Eichler. “[El filósofo Theodor] Adorno lo comparaba con el Guernica porque toma la barbarie de la historia y la pone de lleno en el marco de la propia obra de arte”.
La segunda parte del libro entrelaza las historias del inglés Britten y el ruso Shostakóvich, dos hombres muy distintos y, sin embargo, hermanados por una enorme admiración mutua al final de sus días.
El pacifismo de Britten le empujó a convertirse en objetor de conciencia. No vio el horror del nazismo hasta unos meses después de la liberación, cuando interpretó un programa de Bach y Mendelssohn junto al violinista judío Yehudi Menhin para los supervivientes del campo de Bergen Belsen. Al final de su vida le diría a su pareja, el tenor Peter Pears, que aquella visita transformó toda la música que compuso desde entonces.
Britten fue el elegido para componer Réquiem de guerra, la obra musical con la que se consagró en 1962 la nueva catedral de Coventry, construida junto a las ruinas del templo gótico destruido en 1940 por un bombardeo alemán que llevaba el nombre en clave de Claro de Luna, una de las mejores sonatas de Beethoven. Britten compuso una obra estremecedora en la que entre texto y texto litúrgico intercala los versos de Wilfred Owen, un joven poeta que combatió en la Gran Guerra y que fue abatido en Francia en 1918 una semana antes del armisticio.
Solo uno de los solistas del estreno tenía experiencia militar, el bajo Dietrich Fischer-Dieskau, que sirvió en el Ejército alemán y perdió a un hermano discapacitado por la crueldad de la eugenesia nazi. Al final del concierto, se quedó sentado en el coro mientras se vaciaba el templo. “Me quedé deshecho”, recordaría después. “No podía quitarme de la mente tantos amigos muertos”.
Casi a la vez, al otro lado del mundo, Shostakóvich estaba creando un memorial sonoro dedicado a una masacre nazi que la URSS se había esforzado por esconder. Hasta 33.771 judíos fueron asesinados en apenas dos días en septiembre de 1941 en Babi Yar, un barranco a las afueras de la ciudad de Kiev.
Borrar la memoria
Al principio Stalin pensó que le sería útil documentar el Holocausto y puso a los autores Ilyá Ehrenburg y Vasili Grossman a recopilar testimonios para El libro negro. Pero en agosto de 1947, con el libro ya en imprenta y mientras Schoenberg componía en California Un superviviente de Varsovia, se dio la orden de frenar la publicación.
El foco en aquella tragedia judía no encajaba con el creciente antisemitismo del régimen ni con el relato de la cruzada patriótica. En Babi Yar se borró la memoria de la masacre rellenando primero el barranco y construyendo luego una presa que se derrumbó en marzo de 1961 matando a cientos de personas.
Unos meses después, el joven poeta Evgueni Evtuchenko visitó el paraje junto al escritor Anatoly Kuznetsov, que luego documentaría la matanza. De aquella visita nació el poema Babi Yar, que Shostakóvich leyó en una revista moscovita y que sería la base de su Sinfonía nº 13 en Si bemol menor.
Para entonces el compositor era un hombre cada vez más angustiado por el acoso del régimen. Ateo y sin ancestros judíos, había vivido, sin embargo, muy de cerca el antisemitismo soviético por el arresto de intelectuales judíos muy próximos.
Su Trío para piano nº 2 (1944) incluía guiños a la música popular judía y se puede concebir como uno de los primeros homenajes a la memoria del Holocausto. Pero su sinfonía fue una declaración política mucho más potente al abordar de forma inequívoca un episodio que el régimen había ordenado olvidar.
Cicatrices
“Shostakóvich fue el gran relator del siglo XX con sus utopías y con sus pesadillas más profundas”, dice Eichler. “Su sinfonía muestra cómo esta forma de arte puede crear un lugar para recordar a quienes no tienen una tumba. Uno de los mensajes del libro es que la naturaleza efímera de la música es también uno de sus puntos fuertes. Los monumentos de piedra se destruyen y los libros se queman, pero la música es intocable”.
La sinfonía se interpretó por primera vez en Moscú en diciembre de 1962 pese a la amenaza de la censura y a la cólera de Nikita Jruchev, que criticó el poema de forma furibunda en la víspera del estreno. A Occidente llegó de la mano de Mstislav Rostropovich, que sacó la partitura de la URSS rasgando la primera página y escondiéndola en una maleta, y propició su estreno en Filadelfia en 1970. Aun así la sinfonía no se abrió paso por igual en todas partes. La Filarmónica de Berlín sólo la estrenó en 1983. La de Viena no la ha interpretado nunca.
El libro concluye junto al tocón del roble de Goethe, hoy lleno de guijarros en recuerdo a las víctimas de Buchenwald, y al pie del monumento a Mendelssohn, reconstruido en Leipzig en 2008 junto a su lema original: “Que el lenguaje de la música hable solo de cosas nobles”.
¿Sigue teniendo sentido ese deseo? Eichler se pregunta cómo deberíamos percibir la música que nació de aquel ideal después del Holocausto. “No podemos o no deberíamos escuchar una obra como la Novena de Beethoven sin oír las cicatrices que se le han infligido o la historia a través de la que ha llegado a nosotros”, dice. “Escuchar esa música sin esas cicatrices es reducirla a una especie de kitsch de la libertad”.