La serpiente más fascinante y triste del mundo es de Kipling: pasen y vean a la gran cobra blanca de las Moradas Frías
‘El ankus del rey’ es una de las historias más bellas de ‘El libro de la selva’ y tiene una inesperada conexión con el escritor de novelas navales Patrick O’Brian
De entre todos los muchos objetos raros que tengo en casa destaca por su misterio y exotismo un ankus indio o ankusa, una aguijada corta para elefantes, el instrumento tradicional que usan los mahouts o cornacas, los conductores de los paquidermos, para controlarlos. Es como un bichero pequeño. Me lo regaló mi suegra que lo había adquirido hace muchos años en un viaje con su marido a la India y pensó que me haría...
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De entre todos los muchos objetos raros que tengo en casa destaca por su misterio y exotismo un ankus indio o ankusa, una aguijada corta para elefantes, el instrumento tradicional que usan los mahouts o cornacas, los conductores de los paquidermos, para controlarlos. Es como un bichero pequeño. Me lo regaló mi suegra que lo había adquirido hace muchos años en un viaje con su marido a la India y pensó que me haría más ilusión que un reloj o una corbata, y no se equivocó, desde luego. Mi ankus, con mango de madera pintada y punta de bronce con gancho adornada con la figura de un pequeño elefante, no está al nivel de los tan preciosos y valiosos que pueden verse en el British Museum, el Victoria & Albert o el Metropolitan, piezas ceremoniales dignas del Durbar de Delhi y auténticas obras de arte, pero es un objeto hermoso. Aunque no se puede olvidar que, como una fusta, un látigo o unas espuelas, fue creado con el propósito de infligir daño a un ser sintiente. Los mahouts, que han manejado desde hace siglos elefantes —empleados como animales de carga y trabajo y monturas de prestigio y shikar (cacería) en Asia—, los utilizan clavando el pincho en las partes más sensibles del animal como son la boca y la parte de detrás de las orejas. Curiosamente, cuando veo mi ankus, ese mudo contador de historias, pienso menos en elefantes que en serpientes, especialmente en una enorme cobra blanca...
Un valioso aguijón para elefantes, como se recordará, es el objeto central de la trama de una de las aventuras más emocionantes de Mogwli en El libro de la selva (concretamente en El segundo libro de la selva, aparecido un año después del primero, en 1895, con más relatos): El ankus del rey. Para mí ese cuento tiene algo muy especial y me pone siempre al borde de las lágrimas. No sabría explicar exactamente por qué, pero tiene que ver con el melancólico sentido de la maravilla que inspira la historia y la tristeza abismal que me provocan la cobra protagonista y su destino. En el relato, Mowgli acude a felicitar a Kaa, la enorme serpiente pitón que vive en la Peña, por su cambio de piel (ya lleva doscientos) y mientras se están bañando juntos, pues son grandes amigos —hay que ver de qué preciosa manera describe Kipling esa amistad, tan envidiable para todos los que poseemos una serpiente poco juguetona, aunque se llame también Kaa—, la pitón le habla de una cobra muy especial a la que ha conocido en las Moradas Frías, la vieja ciudad abandonada donde ya vivieron horas intensas con los monos. Esa serpiente, “del Pueblo Venenoso que lleva la muerte en los dientes delanteros”, es una Capucha Blanca, una cobra blanca, “vieja como la misma selva” (y prima de Zumosol de las Nag y Nagaina de Rikki-Tikki-Tavi), y dice Kaa a Mowgli que le habló de cosas superiores a todos sus conocimientos. Así que, picado el Hombrecito por la curiosidad, para allí van los dos.
Llegan a las Moradas Frías, solitarias y silenciosas, iluminadas por la luna, y desde las ruinas del pabellón de la reina acceden por una enterrada escalera subterránea a una gran caverna o planta sótano cuyo techo abovedado está perforado por raíces de árboles. Un lugar lúgubre, oscuro y siniestro en el que no se ve nada. “¿No soy yo nada?”, dice entonces irguiéndose ante Mowgli “la más enorme cobra que jamás vieran sus ojos… un animal de cerca de dos metros y medio de largo y descolorido por estar siempre en tinieblas, hasta haber tomado cierto aspecto como de marfil viejo”. Incluso las marcas en forma de espejuelos que ostentaba en su extendida capucha, se nos dice, se habían desteñido mostrándose ahora de un amarillo pálido. “Tenía los ojos como dos rubíes y en suma ofrecía el más sorprendente aspecto que pueda darse”. Kipling sabía de serpientes: en el prólogo de El libro de la selva agradece sus informaciones a “uno de los principales herpetólogos de la India septentrional, atrevido e independiente investigador que”, añade ominosamente, “resuelto no a vivir sino a saber, sacrificó su vida al estudio de la thanatofidia oriental”.
La vieja cobra, que lleva años matando a los intrusos, pide noticias de la ciudad arriba, la ciudad de los cien elefantes y veinte mil caballos, la ciudad del Rey de veinte reyes. Y cree que se ha vuelto sorda porque ya no escucha el bullicio y los tambores de guerra. Mowgli no entiende nada (ni siquiera sabe lo que es un rey), pero Kaa trata de explicarle compasivamente a la cobra que la ciudad ya no existe y ahí encima ya no hay sino la selva adueñada de las ruinas. La cobra se niega a creerlo. Ella es la guardiana del tesoro del Rey desde que Kurrum Rajá, explica, la encerró allí cuando su piel era oscura. Y sigue protegiendo las incontables riquezas —monedas de oro y plata en una capa de metro y medio de espesor en la que están medio sumergidos pabellones de elefante con joyas incrustadas, palanquines reales, corazas y yelmos, y montones de piedras preciosas, además de algunos cráneos mondos—, sobre las que patrulla arrastrando su vientre escamoso. Se niega a aceptar lo que le dicen. “Yo no cambio jamás. Hasta que la piedra vuelva a ser levantada y desciendan los bramanes cantando canciones que yo sé, y me alimenten con leche caliente, y se saquen de nuevo los tesoros a la luz, yo permaneceré aquí”. Siempre me hace pensar en mi padre cuando ya se le iba la cabeza pero seguía recortando periódicos y tratando de escribir su libro. Mowgli deambula buscando algo útil bajo la mirada asesina de la cobra y encuentra un ankus magnífico, de mango de marfil y adornado con rubíes, esmeraldas y turquesas. Ese objeto, que el chico se lleva porque quiere ver como brilla bajo el sol, provocará una cadena de muertes. Pero lo más dramático de la historia es cuando la gran cobra se abalanza sobre Mowgli y este descubre que la serpiente ya no puede matar: los colmillos están negros y consumidos en la encía, y ya no tiene veneno. Está seca. La cobra, avergonzada, pide que la maten, y mientras sus visitantes se marchan, se queda en su guarida, prisión y tumba silbando y maldiciendo enloquecidamente. Y allí sigue.
Nunca conocí a Kipling (así que no pude hablar con él de serpientes, ni del Kafiristán, ya que estamos), pero sí a Patrick O’Brian, con el que tuve amistad (a ratos). Y se dirán, ¿qué pinta aquí el gran escritor de novelas marítimas cuando estamos hablando de elefantes, ankus y cobras? Más allá de que Kipling también escribió Capitanes intrépidos, resulta que O’Brian tiene una bonita novela muy alejada del mar y en la que salen, precisamente, elefantes, ankus y hasta ¡una cobra blanca!, una serpiente que provoca también una gran tristeza. Se trata del libro Husein, el mahut (Edhasa, 2009), una obra de juventud (1938, treinta años antes de Capitán de mar y de guerra), en la que el incipiente O’Brian (firmando con su nombre real de Patrick Russ) se puso kiplinesco y narró la vida y aventuras de un conductor de elefantes del Raj desde niño. En el libro —traducido por mi hermana Patricia, que cambia muy ortodoxamente la palabra ankus, que usa en el original O’Brian, por “focino” (RAE: “aguijada de punta algo corva con que se rige y gobierna el elefante”)— , el autor encadena sabrosas historias a la manera de las Mil y una Noches a partir de Husein, émulo de Toomai y miembro de una dinastía de mahuts, que aprende las tradiciones del manejo de elefantes, incluida la lengua propia del oficio, el hathi. El chico, enrolado en el servicio de obras públicas con elefantes del gobierno, se enfrenta a paquidermos que sufren el must, el pico hormonal que los vuelve locos, a dacoits (bandidos), a perros salvajes, a un leopardo, a un rinoceronte y hasta un tigre devorador de hombres. Siempre con ayuda de su fiel compañero, el inolvidable elefante Jengahir.
Y ahora viene lo curioso: durante una mala época en que ha tenido que empeñar hasta el ankus (el bueno de Husein, nos dice O’Brian, no lo usa y sólo lo porta como signo de su oficio), el chico se dedica a hacer de encantador de serpientes y especialista en limpiar las casas de los sahibs de ofidios, que previamente ha metido él (hay que ganarse la vida). Y lleva una extraordinaria cobra blanca —“del blanco más puro, sin otra marca que los anteojos de Shiva en la caperuza”— que ha heredado de un viejo encantador que la sustrajo de una aldea de Gujarat en donde la veneraban como encarnación de un dios. Husein porta la serpiente, llamada Vakrihsna, de ojos rojos y a la que le tiene mucho aprecio, enrollada alrededor de la cintura, que ya es forma de llevar una cobra. Eso le salva la vida al chico cuando lo atacan con un cuchillo que se clava en el pobre reptil. O’Brian no había estado en la India cuando escribió la novela, pero desde luego había leído a Kipling…
Cuando me reprochan en casa que tengo demasiadas cosas (otro día les hablaré, ¿o ya lo he hecho?, de la gran araña disecada y los salacots), aferro mi viejo ankus y me refugio entre mis libros y mi serpiente mientras canto por lo bajo la Canción de la Selva: “Esta es la hora, fuerza y orgullo, garra afilada, silencio cauto”. Y me digo que un día he de visitar a la vieja Capucha Blanca, a ver cómo le va.