Los versos de Patrick O’Brian y un inesperado viaje en la fragata ‘Surprise’
La lectura de la poesía del autor de ‘Master and Commander’ y la aparición de un libro sobre la azarosa singladura del barco que se usó para la película invitan a regresar al mundo del gran autor de novelas navales
La casualidad (o el destino) ha querido que me haya vuelto a embarcar bajo el mando del capitán O’Brian, y por partida doble. Patrick O’Brian (1914-2000) fue el autor de la indisputadamente mejor serie de aventuras navales de todos los tiempos, las 20 novelas (más una inacabada) protagonizadas por el capitán de la Marina Real Británica Jack Aubrey y su amigo el naturalista y espía Stephen Maturin y que transcurren durante la época de las guerras napoleónicas. Esas novelas, que fue publicando Edhasa...
La casualidad (o el destino) ha querido que me haya vuelto a embarcar bajo el mando del capitán O’Brian, y por partida doble. Patrick O’Brian (1914-2000) fue el autor de la indisputadamente mejor serie de aventuras navales de todos los tiempos, las 20 novelas (más una inacabada) protagonizadas por el capitán de la Marina Real Británica Jack Aubrey y su amigo el naturalista y espía Stephen Maturin y que transcurren durante la época de las guerras napoleónicas. Esas novelas, que fue publicando Edhasa en castellano durante 30 años, a medida que aparecían en inglés, forman parte de la tradición marinera (literaria) de muchísimos lectores y están ancladas en un lugar privilegiado de nuestros corazones y bibliotecas (donde ocupan un buen pedazo de estantería; afortunadamente ahí no han de pagar amarre).
Yo no pensaba para nada en O’Brian —al que tuve la fortuna de conocer y entrevistar varias veces (aunque en una ocasión se enfadó conmigo y sopesó colgarme de la verga, en el sentido náutico)—. Sobre todo porque el naufragio del barco de mi cuñado, el celebrado La perla negra, de cuya correosa tripulación formé parte ocasionalmente, me ha retirado del mar. En fin, Melville, y no es por comparar, también dejó atrás su vida de marino y ello no fue óbice para que escribiera Moby Dick. De hecho, cuando el propio O’Brian murió nos enteramos de que se había inventado en buena parte su biografía y ni se llamaba originalmente O’Brian, ni era irlandés, ni había navegado como sostenía, y sin embargo hay que ver cómo describía la secuencia de aferrar las gavias, bajar la juanete y preparar el mastelerillo (no recuerdo si ese es el orden, y no me pregunten qué es un mastelerillo, un mastelero pequeño, creo).
El caso es que el otro día estaba con unos compañeros periodistas en la librería Daunt Books de Londres cuando uno de ellos, Jesús García Calero, me dijo con una gran sonrisa de autosatisfacción, “mira lo que he encontrado”, mientras exhibía un pequeño volumen. Era The uncertain land and other poems (Harper Collins, 2023), la edición de bolsillo de la poesía de O’Brian, publicada en 2019. Diablos, yo no lo tenía. Era el único ejemplar (“oh, qué pena”) y Calero me lo restregó ante los ojos de tal manera que lamenté no haberle ahogado en el Nilo una vez que tuve la oportunidad. Su autocomplacencia —y que ya me lo habían metido en un sobre— le impidió ver que yo a mi vez había pillado otro libro, aún mejor, sobre el universo de O’Brian: el apasionante All hand on deck, a modern day high seas adventure to the far side of the world, de Will Sofrin (Abram Press, 2023), el relato del aventurero viaje de la fragata Rose que iba a encarnar a la Surprise, el barco más famoso de la serie de Aubrey-Maturin, en la película de Peter Weir de 2003 Master and Commander: la costa más lejana del mundo.
La poesía de Patrick O’Brian (he conseguido finalmente el libro por Amazon) se publicó póstumamente en 2019 tras aparecer los poemas, un centenar, inesperadamente en un sobre de manila en un cajón de su antigua casa. Ni la familia ni los fideicomisarios del escritor tenían ni idea de ese material. El hijastro de O’Brian, el conde Nikolai Tolstoy (hijo de su segunda esposa, Mary, y un aristócrata ruso exiliado), heredó una veintena de poemas y sabía que debía haber otros por los diarios del autor y de su propia madre. Pero el caso es que O’Brian fue un poeta secreto y ninguno de sus lectores conocíamos esa faceta de su creación, más allá de la poesía del mar que plasmó en sus novelas. Dicho esto, y que todo fan del escritor debería leerlos para completar su visión sobre él, los poemas de Patrick O’Brian a mí personalmente me han dejado bastante frío.
O’Brian era un hombre muy especial y difícil, con una vena colérica y presto a sentirse ofendido, como sucede a la gente orgullosa que, como le ocurrió a él, no han triunfado sino hacia el final de sus vidas, después de muchas penurias y humillaciones. Sus versos carecen de lirismo (me atrevo a decirlo porque está muerto) y son arduos, duros y secos (cosa rara en un escritor de novelas náuticas); algunos transpiran amargura y una tristeza saturniana marchita. La inmensa mayoría (pese a la bonita portada del libro con un mar embravecido sobre la costa) son de tierra adentro y montaña y hay muy pocas imágenes marinas (The sea and the sky are silent lo componen apenas dos estrofas repetidas y Walk by the sea to see wonders, es un paseo por la orilla, con un verso precioso, eso sí, “the long blue flash, the halcyon flights” y un apunte del “nacreous sea”, el mar nacarado, y del “wine-dark sea”, además de alguna mención a un capitán y al ron). Las referencias telúricas, campestres y agrícolas (granados, cipreses, olivos, naranjos, jardines), así como el tono adusto, nos remiten a los clásicos latinos, a un Horacio. No son los versos épicos y románticos que escribiría un Jack Aubrey (aunque al afortunado capitán le gustaría ver que salen en varias ocasiones las estrellas, protectoras de los marinos, como las Pléyades), sino en todo caso los de un Maturin. En ese sentido son numerosas las referencias a aves (flamencos, charranes, cisnes, garzas, cormoranes, águilas pescadoras, chorlitejos, busardos, perdices, el citado halción o martín pescador, el cuervo de los Pirineos) y otros animales, junto a la aparición de menciones a Colliure, a Cataluña (¡la sardana!) y a los republicanos españoles.
Hay un poema sobre el Blitz (el escritor conoció a Mary cuando ambos trabajaban en las ambulancias que rescataban víctimas de los bombardeos nazis), algunos que recuerdan su vida de extrema pobreza material en un cottage en Cwm Croesor, Gales, y al llegar en 1949 al Rosellón; y otros sobre la juventud perdida y la vejez —Youth gone, Old Men, When your lance fails (!)—. He buscado alguna referencia al episodio más oscuro en la vida de O’Brian y que al parecer le torturaba, el abandono de su primera familia, con una hija pequeña enferma que murió. Quizá de eso hablan The sorrow & the woe (“la memoria del ayer y su gratuita y estéril infelicidad”) o When a dry heart sets a bleeding (“Cuando un corazón seco sangra/ entonces se vierte un licor sinsentido/ más parecido a la hiel”).
Mucho más gratificante y desde luego más náutico es el segundo libro del que les hablaba. El relato de Will Sofrin de cómo una muy heterogénea tripulación de treinta marinos (entre ellos el autor y ocho mujeres), bajo el veterano capitán Richard Bailey, llevó la fragata HMS Rose desde Newport, Rhode Island, en el Atlántico, hasta San Diego, California, en el Pacífico, atravesando el canal de Panamá, para el rodaje de Master and Commander. La Rose es una réplica exacta, construida en 1970, de la fragata británica de 20 cañones del mismo nombre de 1757, incluidas la pintura Nelson Chequer en las portas. Peter Weir se enamoró de ella al verla y visitarla y la consideró imprescindible para rodar su película sobre las novelas de Patrick O’Brian. En el filme, la Rose se convirtió en la HMS Surprise, el barco más famoso e icónico de la serie. Así que 20th Century Fox compró la embarcación y la envió al set de rodaje. Desde luego no fue un crucero de placer. Sofrin explica la dificultad de maniobrar, con 30 personas en lugar de las entre 180 y 250 de una fragata británica en su época, un barco de madera de 54,6 metros, tres palos (el mayor a una altura sobre el mar de 39,6 metros, como un edificio de 13 pisos) e inmensas velas cuadras como la Rose (pese a llevar además motores); y también, cuenta, en la más pura tradición de O’Brian los complejos problemas de la coexistencia a bordo. La nueva Rose, que O’Brian pudo visitar en una viaje a EE UU en 1995, fue construida en los mismos astilleros que la réplica de la Bounty (1960) usada en tantas películas y en la que yo mismo embarqué brevemente y que pude visitar —sintiéndome Fletcher Christian (siempre el de Brando y no el de Gable ni el de Gibson)— en su visita a Barcelona. Hay que recordar que esa Bounty moderna se hundió durante una travesía en 2012 al encontrarse con el huracán Sandy.
Sofrin, de 21 años entonces y que se enroló en la Rose como marinero de cubierta y carpintero, hace una crónica estupenda del viaje comparando la experiencia con la de los marinos de la época de Nelson y haciendo referencias continuas al mundo de las novelas de Aubrey y Maturin (y al rodaje de la peli de Weir con Russell Crowe como Jack). En lugar de en hamacas, Sofrin y sus compañeros (todos una gente muy singular, una verdadera tribu) dormían en literas. La paga y los retretes eran algo mejores (aunque no mucho) que en la Royal Navy de Nelson, realizaban guardias similares y lo pasaron igual de mal cuando se encontraron frente a una galerna con rachas de 70 nudos. Ese episodio, “terrorífico pero excitante”, con los marineros moviéndose peligrosamente por cubierta y tratando de sujetar entre varios el timón, a cielo abierto, pone la carne de gallina. Como lo hace el ascenso por la jarcia al palo mayor en plena navegación. O cuando se parte brutalmente ese mismo palo, a causa del viento y una rogue wave, una gran ola vagabunda. En el otro extremo, la belleza del velamen desplegado al navegar a todo trapo (“the real stuff, like surfing a wave at Mavericks”), la fosforescencia de la vida marina en torno a la Rose o el paisaje idílico al fondear en Isla Taboga.
Partieron de Newport el 10 de enero de 2002 y llegaron a San Diego para la preproducción el 15 de febrero (en abril llevaron la Rose, ya Surprise, a Ensenada, México, donde se realizó el rodaje así como en los Fox Studios Baja, en Rosarito; y en las Galápagos). Uno de los ejercicios a bordo durante la navegación, y que O’Brian podía haber puesto en sus novelas, era lanzar un coco al agua y tratar de recuperarlo (un coco es como se vería una cabeza humana si alguien cayera al agua). Los viajeros escuchaban música más variada que la de Locatelli y Boccherini (por su parte Weir se ponía durante el rodaje tanto canciones marineras como Pink Floyd). En total contraste con la marina de Nelson, en la que el grog, la bebida de ron mezclado con agua al 1:4, era una institución, en la travesía de la Rose el alcohol estaba prohibido mientras navegaban (y tampoco les dejaban lanzarse al mar desde el barco). En cambio, no había azotes con el látigo de nueve colas.
La presencia de mujeres a bordo en condiciones de igualdad marca también una diferencia con los tiempos de Aubrey y Maturin. Es verdad que en las novelas de O’Brian encontramos mujeres embarcadas (como pasajeras) y que cuando la marina británica tocaba puerto eran usual que las prostitutas subieran a bordo y hubiera sexo bajo cubierta, entre los cañones (se acuñó la expresión “hijo de un cañón” para los niños nacidos de esas relaciones). Hay que recordar también la animosa frase de Nelson “pasado Gibraltar todo hombre es soltero”. Sofrin recuerda en su libro que las relaciones homosexuales estaban prohibidas en la Royal Navy y la “sodomía” (incluida con las cabras de a bordo) penada por los Articles of War con la muerte. Pero apunta que probablemente se hacía bastante la vista gorda y se daba en los barcos una “sexualidad situacional”. El autor de All hands on deck entabló una relación con una de sus colegas marineras, y ha incluido también ese romance.
Uno de los momentos más excitantes del libro es cuando el capitán comunica que entran en aguas (de Costa Rica) en las que se ha detectado la presencia de piratas modernos. El inventario de armas a bordo es decepcionante: dos espadas, un mosquete, pistolas de señales, cuchillos y bicheros. ¿Y los cañones de la fragata? La Rose lleva sólo cuatro, de seis libras (al llegar le pondrán los de atrezo) y tienen pólvora, pero no balas de cañón, así que sopesan cargarlos con tornillos y clavos…
Finalmente, la fragata llegó a salvo a su cita con Hollywood para vivir la segunda parte de su aventura: el rodaje, con todas sus complejidades y complicaciones. Pero esa es ya otra historia.