De paseo por las múltiples formas de la muerte
Una exposición en Berlín explora cómo el ser humano negocia con la finitud en las diferentes culturas, qué es una buena muerte y qué quedará de nosotros cuando nos hayamos ido
“A la hora de hablar de la muerte, la risa y el llanto son casi lo mismo”, dijo en una oportunidad el escritor estadounidense Sherman Alexie; sin embargo, con las muertes del coronavirus todavía frescas en la memoria, la guerra en Ucrania, la crisis humana en el corredor del Mediterráneo y la ...
“A la hora de hablar de la muerte, la risa y el llanto son casi lo mismo”, dijo en una oportunidad el escritor estadounidense Sherman Alexie; sin embargo, con las muertes del coronavirus todavía frescas en la memoria, la guerra en Ucrania, la crisis humana en el corredor del Mediterráneo y la catástrofe climática, nadie parece tener razones para reír, y menos para celebrar, excepto el hecho de que, como escribió el poeta estadounidense Randall Jarrell, “el modo en que perdemos la vida es parte de nuestra vida”, una de las más importantes.
No parece del todo cierto que el ser humano sea “el único animal que sabe que va a morir”, pero con esa afirmación termina el prólogo audiovisual de la exposición un_endlich. Leben mit dem Tod (in-terminable. Vivir con la muerte, en una traducción apresurada), en la que el Humboldt Forum de Berlín se pregunta cómo negociamos con nuestra finitud, qué es una buena muerte y qué quedará de nosotros cuando nos hayamos ido. La exhibición es multimedia y prácticamente ecuménica. Un imam, una pastora protestante, un experto en la cultura yoruba, una cantora de sinagoga y un representante del templo hinduista Sri Ganesha de Berlín comparten en fragmentos de audio las ideas acerca de la muerte de sus respectivas religiones, y el CEO de una empresa dedicada a la crioconservación de cadáveres —que admite que, de momento, es posible congelar a una persona pero no devolverla a la vida después, pese a lo cual, naturalmente, considera práctico y muy útil dejarse congelar— encarna la promesa de una inmortalidad tecnológica de improbable cumplimiento.
No son las únicas voces que acompañan el recorrido. La exhibición imita una escenografía teatral —telas blancas del techo al suelo, proyecciones, una sala de tanatorio completamente equipada en la que se exhiben los preparativos del gusl mayyet, el baño ritual del cadáver entre los musulmanes— por la que uno pudiera desplazarse a su aire escuchando, entre otros, el testimonio de un criminalista para quien los cuerpos son “un oasis para insectos, bacterias y animales”, un recordatorio de las transformaciones de la materia que hacen posible la vida y una prueba de que “se acabó, es decir, sigue”.
También las voces de 12 profesionales de diferentes culturas que comparten sus experiencias acompañando a personas que van a morir y la voz algo robótica que, en una cabina habilitada al efecto, narra en tiempo real los cambios físicos y químicos que operan en el cuerpo —“Tu cuerpo”, se nos dice— en el momento en que morimos. Buenas noticias acerca de esto último, por cierto: lo hacemos con un “espectáculo de fuegos artificiales” provocado por la liberación de grandes cantidades de dopamina, serotonina, endorfina y oxitocina en el organismo.
Uno de los aciertos de los responsables de la muestra es poner de manifiesto que, pese a su reputación de “gran ecualizadora”, según la cual todos somos iguales ante ella, la muerte es susceptible de muchísimas y muy diferentes interpretaciones: algunos místicos musulmanes solían viajar con su sudario como turbante para no olvidar su mortalidad; para los hindúes, el tránsito por la vida es una oportunidad para liberarse de la rueda del tiempo y de las reencarnaciones; es “la última frontera” para los partidarios de la transgresión tecnológica, y una oportunidad de “reparar el mundo” con nuestras acciones, para algunos judíos. Pero lo que realmente sorprende es el gran número de semejanzas en lo que hace al modo en que las personas mueren, en distintas culturas y de acuerdo con diferentes creencias, según el relato de quienes los acompañan.
El recorrido podría concluir con ese relato, pero la exhibición continúa con una selección de textos —de Audre Lorde, Chimamanda Ngozi Adichie, Abdulrazak Gurnah, entre otros— que abordan el morir, el duelo y la muerte, y pueden ser consultados en un espacio habilitado al efecto. Hay también un programa de actividades que incluye encuentros públicos con enterradores y forenses, talleres, proyecciones cinematográficas, actividades para niños y la celebración del Día de los Muertos mexicano. Y hay dos salas más: en la primera, una media docena de imágenes estadísticas actualizadas a diciembre de 2022 da cuenta de expectativas de vida y causas de muerte en una muestra representativa de países; también, de los fallecidos por conflictos armados cubiertos o encubiertos que tienen lugar en este momento —16.058 en Colombia, 390.477 en Siria, 249.974 en Afganistán, 79.887 en Ucrania, 90.309 en México, 166.835 en Etiopía—, número de periodistas asesinados entre 2012 y 2022 —33 en Brasil, 22 en Colombia, 56 en México, 21 en Rusia, 79 en Filipinas— y de quienes han muerto en los últimos años tratando de cruzar fronteras: 4.117 en la de México y Estados Unidos, 205 en la de Inglaterra y Francia, 2.913 a las puertas de Canarias, 25.035 en el Mediterráneo.
La última sala está dedicada al trabajo de los antropólogos forenses que procuran identificarlos. Algunos de los objetos de los migrantes muertos son proyectados en la sala y conmueven por su intimidad y su silencio, que es también el de las autoridades nacionales acerca de esas muertes y su responsabilidad en ellas.
La exhibición está repleta de pequeños detalles llamativos. Desde el colorido de las prendas con las que se entierra a los muertos en algunas tradiciones del budismo y su contraste con el talar y el kefen musulmanes y el tachrichim judío, y la noticia de que en Europa está prohibido enterrar los cadáveres desnudos y esparcir sus cenizas en lugares públicos, hasta la información, no del todo innecesaria, de que 115 murieron en 2022 en Reino Unido por encararse con el ganado bovino.
Una mañana de julio, la exposición está repleta de embarazadas y de personas con carros de niño, pero —al menos desde que Slavoj Žižek nos diera una lección sobre ideología y toilettes— ya se sabe que los alemanes tienen una relación singular con lo excrementicio y con la muerte. De acuerdo con los resultados de una encuesta que el visitante puede hacer al comienzo del recorrido, y que encontrará actualizada a tiempo real poco antes de terminar, el 63% de los visitantes de la exhibición tiene miedo a morir, pero el 70% no teme un castigo póstumo; el 69% está a favor de la donación de órganos y el 80% a favor de la eutanasia; y sólo el 53% cree que haya vida después de la muerte.
En palabras de Patrice Dwyer, quien se define como “death doula” (”ayudante a la muerte”) y participa del diálogo con los otros acompañantes de personas que mueren, “no hay que temer a la muerte, sino a no haber vivido”. Una opinión que parecen compartir los responsables de la exhibición y sus visitantes. Como dijo la actriz estadounidense Mae West, “solo se vive una vez. Pero, si lo haces bien, con una es suficiente”.